sábado, 1 de octubre de 2011


EL PASILLO


Hay gente que afirma que antes de viajar al extranjero debe verse España entera. No diré que no, aunque puede uno quedarse sin ver Palencia y dejarse París esperando. Lo que pienso yo es que eso debe completarse y reformularse: Antes de ver el extranjero, verse España, y antes de España verse bien la casa de uno.

Yo me quedo en casa y me la recorro entera. Yo paseo mi casa y paseo mi pasillo. El pasillo, que está para pasar, debe también pasearse, recorrerse contemplativamente. Ir pasillo arriba, pasillo abajo, mirando el paisaje que forzosamente es el que llevamos dentro. Pasearse el pasillo es la dialogación –que es diálogo ya derivado y activo- constante con uno mismo, en ese tentadero de la locura que es conocerse. Paseamos para mirotear y para salirnos de nosotros, pero en el pasillo nos encontraremos con un paisaje delirado, que nos saldrá de dentro, en forzosa imaginación.

Si se pasea la casa la compañía que se encuentra es la mejor posible, es uno mismo. Entonces lo normal será ponerse a hablar. La propia voz resonará en las paredes, tendrá su eco y su oquedad, su reverberación en el estuco, en esas soledades de cuarto sin ocupar que tiene todo piso. Así, la dulce locura empezará a aflorar. Oírse uno mismo, oírse la propia voz de uno es la música inicial del frenesí de perder la cabeza.

El siguiente momento, si el paseante es perseverante, paseante largo, andariego, será, después de haber hablado, hablarse, pararse a hablar con uno mismo, pero a otro, con el *otro* que somos. Hablarnos a lo nuestro distinto. Esa es la dialogación, y el desdoblamiento que sólo se consigue en casa. En ese desdoblarse surge la felicidad del paseo, la instantánea felicidad de la tarde, ¡ya tenemos compañía! Y el diálogo es fértil e infinito. Toda la literatura de viajes es un fraude, por ocultarnos el mayor viaje iniciático de todos, que es el viaje por la casa. Ahí está De Maistre, eso sí, que escribió el mejor libro de viajes que existe.

Salir al mundo, sí, claro, pero antes conocer sobradamente el propio pasillo y el salón y todos los rincones del dormitorio. Ese es el pequeño país, la patria chica, donde están permitidos todos los relajamientos. Lo otro es la polis, y ahí ya nada es lo mismo. Y la gente ha confundido la cuestión y va en pijama político y moral por la polis, llamando patria a lo que no lo es. ¡La patria es el pasillo! Y ya lo ha visto bien Ikea, aunque con un aire desagradable, porque ha venido a convertir la casa en república, politizándolo todo fatalmente.

¡Abrir mil veces la puerta del cuarto a mano derecha del pasillo caminado y sorprenderse las mil veces al encender la luz! ¿No hemos jugado todos a encender la misma luz sucesivamente hasta sorprender los manejos de la oscuridad? ¿No hemos intentado con el interruptor sorprender a la oscuridad diciéndole el ‘ahí te he pillado’ que sin embargo no llega nunca?

El pasillo es el mirador de mí mismo. El pasillo es donde miro mi circunstancia cuan larga es, como la playa de mi entero mundo.

El pasillo tiene un primer paisaje que es la circunstancia, y un segundo paisaje, horizontal, que es como lo que se ve al fondo, y que ya no es la circunstancia, sino la nada. Agotada la circunstancia, a las muchas horas de paseo, ya se ve la nada, una nada ártica o marina, muy al fondo, para los expedicionarios locos del paseo.

El pasillo no está para pasar por él, sino para pasearse por él, porque nos ofrece el mejor paisaje posible: ¡nosotros!

Ningún crepúsculo está tan bien vivido como en el pasillo. Ninguna luz tan hermosa como la de la lámpara cuando la sabemos anocheciendo y miramos a sus filamentos para cegarnos un poco, como hartos ya de haber visto mundo.

Hay dos tipos de paseante de su propia casa. Los que primero vieron el mundo, y los que, como yo prefiero, antes de salir a él vieron antes su pisito bien visto. Los primeros se cansarán de ver palmeras, catedrales y cataratas, pero quizás no lleguen al mejor paisaje. Los segundos serán siempre los protestones del viaje organizado, porque al ver las maravillas del mundo las compararán con su paisaje espiritual primero y por fuerza saldrán decepcionados, enfermos de nostalgia por su saloncito y su pasillo.

Ah, y si el paseante llevraa batín, entonces el paseo sería señorial y hasta se pararía a saludar a señores que se le cruzarían en el paseo, probablemente con un periódico –el ABC, seguro- debajo del brazo. El batín nos socializaría mucho y veriamos una pluralidad de paseantes, todos educadamente en su batín.

¿Quién no se ha parado a saludar en el pasillo, quién no ha ensayado el perfecto saludo en el pasillo?

Para pasearnos la casa nos conviene el invierno y el batín, que nos dará el empaque señorial para ver las cosas con rectitud. Por es las abuelas regalaban el batín a los nietos mozalbetes, para que ensayasen su señoritismo, que lejos de ser malo, afinaba la compostura ante el mundo. Las abuelas han sido siempre las fomentadoras del señoritismo del niño. Abuelas aristocratizantes, llenas de sabiduría del mundo.

Se ven por las ciudades señores que se olvidan y bajan en batín a tirar la basura y al verlos nos asustamos porque parecen señorones decimonónicos lanzando en gancho la bolsa de basura.

Nos sucede a las personas que como la vida moderna está tan relajada, estamos deseosos de llegar a casa quitarnos la chancla y la sudadera (válgame dios, el nombre prohibitivo) y colocarnos el batín entallado y restituyente. Está la vida de una forma tal que lo señorial ya se encuentra sólo en casa, refugiado en el interiorismo que es el ismo no sólo ya de los interiores, sino de las interioridades y eso es precisamente lo que hacemos al pasearnos la casa: merodear nuestras interioridades. Pasearnos la propiedad de nuestros interiores. Caminar contemplativos y distraídos nuestro mínimo latifundio. Los olivares que no rentan, el terrenito en barbecho, el predio olvidado, o el piso gótico que no hay quien nos alquile.

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