miércoles, 17 de octubre de 2012



ESPAÑA, 1; FRANCIA, 1. MI VERDAD (RESEÑA URGENTE)

EL partido era la noche del estreno de la doble nacionalidad de Iniesta, que horas antes había confesado sentirse catalán y español. Iniesta pasaba así a ser el nuevo Luis Ocaña, un señor que emigró a Francia y al que no se le  perdonaba ni el acento ni la querencia esquiva de gabacho.

Sonaban las primeras notas de La Marsellesa, uno de los himnos del racionalismo y parte del respetable silbaba con gran coherencia. Me imagino que el del láser apuntaría enfurecido sobre la bandera tricolor porque el del láser, el quemacórneas del láser, es un odiador español químicamente puro. Otros, de afrancesamiento imposible, escuchábamos con envidia, culpabilidad y cierto dolor, como cuando se escucha la melodía compartida con un antiguo amor. A mitad de la Marsellesa uno siempre se tiene que reprender a sí mismo el ardor. El triste bar era el bar de Rick y las letras, la luz, el amor, la repostería y la lencería fina estaban gritándome, orgullosas, una sublevación.
Luego sonaba el himno español, la marcha hacia no sé sabe dónde y al concluir Wert miraba al Rey buscando una afirmación, pero el Rey miraba al infinito, como Xavi. Los jugadores españoles escuchan el himno con cara de Sanchez Camachos, con un hieratismo perfecto. Realizan un ejercicio oriental de vaciado de conciencia para que en el rostro no tiemble cuerda alguna. Pasa la cámara ante ellos y el careto es plástico, máscara, una Nada enorme y en la cabeza deben de estar diciéndose lo que  todos para postergar el orgasmo:

-No pienses en esto, no pienses en esto, no pienses en esto…

Del Bosque aparecía con terno guardiolístico y Deschamps italianaba Francia con su aprendido rigor turinés. Didier, magnífico centrocampista, bajito y alcalino, con esa cara de cocinero que se le pone a todos los franceses…

Francia es una Juve, con jugadores fuertes, rápidos y jóvenes y dos genios fríos y raros, Ribery y Benzemá, que está mayúsculo. Francia siempre ha dado jugadores así, poco sanguíneos, temperamentalmente incomprensibles para nosotros. España retornaba a la fórmula del falso nueve, algo que a mí me espanta porque me recuerda tiempos de pobreza en que se jugaba así cuando verdaderamente no había nada que pudiéramos llamar nueve, como tampoco había sprinters o supermodelos.

El nueve en realidad fue Ramos, que metió un gol de oportunismo. Era el único jugador en el campo con el brillo muscular propio del delantero centro y al celebrar el gol inició unas piruetas africanas. Todos pudimos comprender entonces a Pilar Rubio.

El partido era tiquitaca en Madrid, así que ambientalmente no era lo mismo. El pasto del Calderón era alto, sudamericano, y el fútbol de la selección salía abusivo pero sucio, cansino como estrofa de cantautor. Un 75% de posesión sin mucho resultado. En Madrid, el tiquitaca  se hace un poco latinoché.

Chutó Benzema, Íker hizo una sola parada y el público estalló absurdamente gritando su nombre, como si gritaran su propia Independencia. Luego encajó un gol mal anulado y España, con justicia, se falló un penalti.

Víctor Fernández, mayor ya y por mayor pedregosamente maño, no lo veía claro:

-España tiene que maloudar, tiene que maloudar…

Se lesionó Silva y salió Cazorla, así que sin nueves, con Iniesta flojito, con Xavi ya mayor, sin Silva, España empezaba a parecerse a lo que fue siempre: una mediocridad física que realiza un fútbol confuso, abierto y expositivo al que se sobrepuso Francia fácilmente. Del Bosque es el hombre al que mejor se le mueren los equipos y ayer comenzó a vislumbrarse la decadencia. Su gran aportación al grupo, Juanfran, cometió un error lamentable que deparó el empate francés en el descuento.

España, con Del Bosque, lleva todo el camino de volver a ser la España de siempre, la de Muñoz, la de Miera,  pues Del Bosque es un Miera con suerte. Esa España que tenía de falso nueve a Manolo, que era un ariete de Extremadura y salía a batallar centrales con melancolía de conquistador imposible. Un equipo físicamente pobre que trataba de jugar algo confusamente sudamericano en Europa, como si once tíos hubieran estado en Brasil y quisieran remedar lo que vieron sin talento, físico ni alegría alguna.

Yo vi ayer esa España de siempre. La que siendo colorá no era la Roja, la que sólo llenaba el Villamarín y entretenía los debates de cuatro irredentos. Una España de aficionado de bar, del que estando solo en el bar no tenía más remedio que tragarse el bodrio, acomplejada, imposible, decepcionante, que tanto he echado de menos. La selección de siempre, por fin.

Del Bosque es un gestor de inercias, es decir, uno que mira. Si Villa está cascado, si Torres cada vez que inicia una carrera acaba en el suelo con esa sensación de estar patinando que deja siempre, si Xavi se va a dedicar a fer país y si Iniesta falla España es Cazorla.
Disfrutando vergonzosamente de este fatalismo me enteré de que Arbeloa, nihilismo balompédico absoluto, estaba lesionado. Mou y el Madrid se enfrentan a algo gozoso y revolucionario: un mes sin laterales. Eso es una belleza y demostrará que el lateral es el invento de los entrenadores, una cosa inútil, protésica y que la austeridad futbolera podría pasar –lo veremos estos días- por suprimir los laterales, que son un lujo táctico, las diputaciones del balón, volviendo a los tres centrales.

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