miércoles, 16 de mayo de 2012



IT’S HARD TO BE A LANNISTER

Debo reconocer que me senté a ver Juego de Tronos como una obligación marital, aunque acabé entusiasmado. No pude dejar de ver episodio tras episodio hasta descubrirme hablando como en La Venganza de Don Mendo, con un sentido del honor y de la caballerosidad que ni el marido de Telma Ortiz. Es el tipo de serie que después te hace estar varias horas viviendo una fantasía. Yo era John Snow y blandía la baguette por mi pasillo, deseoso de echarme a la cara a un Lannister. Estaba preso del quijotismo entre cruzado y prófugo de La Guardia Nocturna.
Hay gente que lo pasa peor, quien ha necesitado comprarse las novelas e incluso consultar el mapa del territorio ficticio de la serie. Es la chaladura extrema de necesitar desesperadamente una topografía de la ficción, porque hay gente a la que la ficción le afecta topográficamente. Son los minuciosos que no soportan la indeterminación y necesitan a toda costa saber qué distancia exacta separa Winterfell de Storm’s End.

Juego de Tronos tiene lo que González Pons denomina “una trama profunda”, aunque para mí no haya muchas diferencias a nivel de dinámica neuronal (¡el córtex!) entre los grandes culebrones y las mejores series de la HBO. Las sitcom fueron ensayos familiares (familia con perro, familia con mayordomo, familia con extraterrestre, familia con cuñado…) y las grandes series son sagas, con el ramalazo shakesperiano, vengativo y traumatizado. También son la exhibición estilizada de mundos extraños al hombre actual, cerrados, violentos, con reglas propias y callejeras. Juego de Tronos es como una mafia medieval: jerarquía militar, violencia, vínculos sanguíneos y relaciones de dominación, no contractuales. Y en ese mundo, tan fascinante e infantil, el hombre moderno, solo y asustado como una mascota en una estación de servicio. En esta serie, ese papel –la conciencia moderna y dolorida, desubicada y superconsciente- lo tiene el enano Lannister, Tyrion, el enano mejor conseguido en el arte desde Velázquez. Un monstruoso héroe de Villon, cínico medieval, nacido bufón en la corte de los Lannister. Este enorme actor redime a los de su estatura de un paso triste por el cine –todos nos acordamos de ese enano que era como Felipe González y que salía en una de James Bond-, algo que casi consigue Boardwalk Empire con un conato de sindicalismo enano que cruelmente desmonta Nucky.
Debemos concluir, quizás, que la mayor fantasía no sexual del hombre moderno es pertenecer a un gang, a una banda, medieval, en el Chicago de la Ley Seca o en un reciente New Jersey. Como si harto de la individualidad, el hombre, al sentarse ante la tele, ansiase gregarismo, fidelidades inquebrantables y pandillerismo. Estar en un grupo, al margen de la ley, sin burocracia, pagando y cobrando las deudas con sangre, en una vida sin formularios, ni letra pequeña. El salvajismo criminal y adolescente del recreo, el colega, la fidelidad incuestionada y el menor análisis racional posible. Esto es el corazón de la ficción que tanto nos gusta.

En Winterfell, el norte, se vive una especie de espartanismo molesto y algo sospechoso, aunque allí destaca una prostituta pelirroja maravillosa que, claro, acaba en la Corte, donde mangonean los Lannister y circula el dinero. Por el sur, un sur muy Cruzcampo, polvoriento, semidesértico, moreno y mediterráneo vienen los Targaryen, exiliados, que son como legitimistas, como Luis Alfonsos sin trono -¡Luis Alfonso quizás haya ido al sur, a Venezuela, para recuperar Francia, como un Targaryen!-. La visión del sur es ciertamente cuestionable, porque allí reinan los Dothraki, que apenas si balbucean más allá del infinitivo. De hecho, su rey, Khal Drogo, parece que se comunica con su pueblo más con los pectorales que con las palabras. El pectoral de Drogo motivó las bromas conyugales cada vez que uno se quitaba la camiseta en los días siguientes al visionado de la serie, degradando cruelmente el delirio fantasioso de creer ser John Snow. Drogo es el contrapeso feminista de Christina Hendricks en el mundo de las series. Su propia ración de tetas.

Los Targaryen son dos hermanos. Él es clavado a Jacobo Siruela, ella es sexy y pequeña como Shakira. Empieza titubeando, pero le coge el gusto al tema de reinar o casi, en plan Letizia. Están sobrados de legitimidad, tanta que son albinos perfectos, pero no tienen poder y están emparentados con dragones, lo que nos lleva a un origen mágico de la realeza, más allá de los tiempos y de lo humano. Los verdaderos monárquicos piensan, aunque no lo digan, que las grandes familias nacieron de huevos de dinosaurios extintos. La chica Targaryen es una reina, una reinona sin pueblo, como una Kirchner sin masa peronista. Es un personaje delicioso y temible a la que le suben dragones inmemoriales por las pantorrillas.
Los Lannister tienen más dinero que legitimidad, y son rubios trigueños. Follan entre sí como en un tirabuzón de consanguinidad. Hermosísimos, saben que no van a encontrar nada mejor que ellos mismos, y parecen ir forzando la genética, apostando fuerte en la ruleta del genoma. La serie hace pensar en cómo la fuerte sanción moral del incesto evita aún que los miembros de determinadas sagas, familias narcisas, copulen alegremente entre sí.
Los Stark son virtuosos de un modo casi insoportable y hasta que aparece Tyrion y su fenomenal romanticismo (Tyrion y su galanura ingeniosa, herida, putera y golfa) son los “conductores protagónicos” (lo siento) de la serie. Tienen un bastardo, Snow, que  paradójicamente acude al rescate del apellido. Este personaje es débil y exterior al entramado fuerte y en su ambivalencia nos cautiva. Los Stark mandan en el norte, con el coñazo ético de su patriarca Ned, que se rige por una especie de moral kantiana muy desagradable e inoportuna. Los Lannister son malos de culebrón, rubios, ricos e inmorales, son más modernos que los provincianos Stark, que comen muslos de pollo y patas de cordero sin refinamiento alguno. Pero en el universo repleto de personajes de la primera temporada me quedo con Renly, el hermano gay de Robert Baratheon, que representa una forma de modernidad política, además del amor heterodoxo. Él es como un Valois y se lo monta con un Cristiano Ronaldo de las justas, a lo Lancelot. Sin embargo, en el momento de la crisis política, donde todo es ambición, sed de poder, honor miope o caudillismo, este chico sale con ideas democráticas y una idea de justicia no empapada del viscoso honor de Ned Stark, sino de rectitud utilitaria e ilustrada, de corte maquiavélico.

En la serie están además los descastados, los expulsados de las bandas, que acaban sirviendo al Reino en la defensa del Muro. La Guardia Oscura, los Guardianes de la Noche, a los que se les instruye en la defensa de un orden legal, al margen de casas y familias. Tienen una moral de defensores públicos, muy similar a la idea en boga de lo que debe merecer un funcionario: soledad, celibato, pobreza, frío, cautividad y fidelidad inquebrantable a los principios del Estado.
Y hay dos personajes que no pertenecen a familia alguna: el Muro y el Invierno. El Muro es más que una frontera territorial, es el límite con lo desconocido, representado como un temor metafísico. ¿Qué sería ahora el Muro? La curva de Laffer, el ajuste fiscal. Más allá, las tinieblas post-euro, la oscuridad, la noche cerrada, una merienda de negros, los Caminantes Blancos haciendo de las suyas con la mirada terriblemente azul de Llorente tras perder la Europa League.
Y junto al Muro, el Invierno, que es el Ciclo. La crisis que periódicamente cae sobre esas tierras, marcando la vida de generaciones. Nos suena ese Invierno porque es como el ciclo de nuestras crisis económicas o los baches en el matrimonio de Belén y Fran. Y parece que es lo que está más allá del muro lo que genera ese ciclo, como una enorme borrasca metafísica y malthusiana.

Al fin, Juego de Tronos es Europa. A veces, la Europa de Haneke en “El tiempo del lobo”, desordenada, inhumana, oscura y convulsa. Una serie que va de lo medieval a lo mítico dejando su aviso de indeterminación posthistórica.
-         Winter is coming! Winter is coming!

Y no lo están gritando Niño Becerra, ni Krugman, sino oráculos ancianos, putas visionarias, lobos con su aullido, los posos del café, el goteo de la menstruación de una virgen, los signos celestes… Vamos, lo que venían siendo los economistas.



1 comentario: