martes, 13 de diciembre de 2011

SÓCRATES

Murió Socrates y no le pude hacer mi burda necrológica, así que ya será sólo un responso.

Antes, cuando no había tanta tele, de los futbolistas nos quedaban apenas sensaciones. Uno de mis primeros recuerdos futbolísticos intensos es la fascinación por la Brasil del 86, en la que aún quedaban restos de la magia del 82. "Mira, sale uno bueno y entra otro mejor", decía mi padre, y el que entraba era Sócrates, con esa pinta de cantar tarantos.

Sócrates jugaba al fútbol como los adultos cuando juegan con los niños. Era la altivez de pie pequeño: la mirada larga, la zancada enorme y la sutileza japonesa del tobillo.

Me quedó en el recuerdo mucho más el Doctor Sócrates que Zico, al que nunca comprendí. Marcó mi gusto Sócrates y por eso admiré después a su hermano, Raí, que sin yo saber que era familia se convirtió en mi jugador predilecto. Pasaba eso entonces: el perfume del Brasil del 82, o de un Rossi, o de un Gento que te contara el abuelo prefiguraba un gusto y luego surgía encarnado en algún futbolista mortal, analizable en cien repeticiones. Y el Marca era la mitificación y el embeleso de la foto. Raí era otro que dominaba todas las suertes, como un jugador perfecto, al que un dandismo pudoroso le impidiera más. Cuando los chavales jugaban a ser Ginola, yo ordenaba a mi sombra rematar los centros con la forma de llegar tarde a una cita de Raí.

Sócrates era una zancada y un modo de caminar y ya el resto lo teniamos que poner nosotros, pero tuvo en Raí una mínima pedagogía, que sin embargo se quedó en poco, como algo minoritario.



El gol que no marcó Pelé y el penalti de tacón que no metió Sócrates participaban de esa condición neblinosa del mito futbolero y los chavales lo intentábamos en los recreos, porque aún quedaban cosas por hacer en el fútbol.

En ese fútbol aún había paraisos por conquistar, antes de que llegara Messi, con el antifútbol del centro de gravedad bajo, su razón de enano, y jodiera todas las numeraciones y dejara a los chavales (ay) sin sueños.


Sócrates era un jugador que nos enseñó a los altos a disfrutar del fútbol.

¿Habrá un niño en el planeta que haya empezado por la zancada de liebre de Messi?



El Barcelona lo tendrá todo, en su disnelandia del toque toque, pero ya no podrá tener a Sócrates, al que pusieron ese nombre para que no lo tuviera la masía socrática de Pep.

Sócrates era el destino truncado del artista, heredero de Garrincha, y fundador de la Democracia Corinthiana, que quizás sea lo que le quede a este país, como un peronismo inverso y útil que hiciera de la necesidad virtud: proponer desde el fútbol, que es la verdadera democracia, una regeneración política, plural, lusitana y vertical: la democracia madridista, con Iker, quizás, y con Xabi, de propagadadores populares.

Sócrates tiene unos números más bien sencillos, que no resisten los de un Villa, pero conquistó todos esos olimpos que los cursis nos han jorobado: el fútbol arte, la rebeldía absurda, el bebercio desesperado y el esteticismo de la menor cosa. Digamos que Sócrates pudo ser, por fortuna, antes de que nos lo estropeara la prosa del menottismo, o peor, la madrileñización de esa prosa, porque yo soy menottista y defiendo el menottismo como la nostalgía de jugar andando.


Creo firmemente en que para jugadores como Sócrates la victoria sí era una cosa secundaria. ¿Qué ganó Sócrates? Poco importa. Tampoco nos lo imaginamos tirado en el suelo, rodando como un especialista, ni presumiendo de humildad como un monaguillo pajillero.

Los grandes jugadores han sido altivos, porque verdaderamente tenían un algo de artistas. Vivimos la revolución de los modestos, y el imperio de un tipo de jugador devastador y virtuoso que no conmueve a nadie.

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