martes, 18 de octubre de 2011

  EL REGRESO DE LOS STONE ROSES


Suena el teléfono. Un amigo dubitativo, incapaz de decidir con qué modelo masturbarse, me toma de rehén telefónico para su necesidad de terapia y la tarde se va. Es un clásico de los treinta, pero no fue siempre así. Hubo una época en que caminábamos por los suburbios alineados como en los video clips, como un grupo salvaje camino del bar, vestidos como putos de woodstock y arrastrando la pata de elefante del vaquero por los charcos, para que luego nuestras madres tuvieran que lavarlas a mano. Hubo un tiempo en que las guitarras empezaban a volar y los chavales dejamos de mover estáticos la cabeza y de rascarnos la barriga con la mano que dejaba libre la cerveza, como con una púa cansina. Fue entonces cuando aprendimos a bailar, cuando nos liberamos de la gran férula plasta del pop académico, del atorrante rock y del mariconeo desatado del disco dance, que se bailaba en mallas. Brazos sueltos, cabeza arriba, nonchalance de zombie, ir cazando moscas, espasmos y mirada perdida: nuestro koduro. Como si fuésemos de algo, como los niños cuando juegan a ir borrachos. Las drogas antes de las drogas, que estaban ya en las bases con una machacona coherencia, como una invitación en la palpitación de la pista de baile, que es el mercado de los adolescentes, donde cotizan. Bailar y cantar, bailar un estribillo, estirarlo, esa fue la gran liberación que hizo de los ochenta la década subversiva que aún no se ha entendido. Era Madchester y lo vivimos como una pequeña sucursal. Rodeados de drogatas maquinales, en la prehistoria mascachapas, las pastillas rulaban por decenas en Valencia y los niños llevaban pegatinas de smilye en las carpetas. El smiley fue la mueca sonriente de la década.

En esa época sin internet, ser mancuniano en provincias era todo un reto y éramos itgirls sin saberlo, anglófilos de barrio, mods sin etiqueta. Lo mejor de mi generación guarda su adolescencia en los surcos del primer disco de los Stone Roses. Algunos no hemos podido volver a cantarlo, porque de la nostalgia podría entrarnos una hemiplejia o porque, sencillamente, no nos acordamos.

Los cuatro de Manchester van a  volver: Ian, John, Mani y Reni. John era artístico, ambiguo, casi londinense, con el pelo más deseado de la historia del pop, en la edad en que eras tu flequillo. Era una figura venerada y misteriosa. The coolest guy on earth. Imitaba a Pollock y tocaba una guitarra ácida que llevó a Marr, al Johnny Marr desatado de sus conciertos más libres, con sus riffs jazzísticos, a la pista de baile. Ian inauguró la simiesca chulería de Liam y fue el frontman que se contagiaba del espasmo de Bez –muévete, en el ácido, como si tocaras un timbal-. Liam es Ian sin Bez, sin el saltarín bufón de los Happy Mondays. Mani es miembro honorario del club Moudelberg y Reni, con su gorro de pescador, era el desventurado batería, el más débil de todos, mi favorito. Con Reni descubrí los complementos y luego entendí todos los chistes de baterías.

Estribillos en ácido, dulzura de predestinados. Las canciones exactas con un sonido único que venía de un vacío. Alrededor de ellos hay un misterio, un silencio que rodea su sonido y algo triste. ¿De qué fondo viene I wanna be adored, con su crescendo obsesivo y su sequedad 70’s? ¿En qué garage mojaron estos tipos sus poemas del orgullo adolescente en la marmita psicodélica? El pop es la poesía moderna y los adolescentes tienen la frase perfecta de Rimbaud. La efímera gracia que se pierde pronto, luego hacen discos de estudio o proyectos conceptuales, pero la magia se ha ido. Lo que tiene que decir el joven terrible lo dice el pop y los roses, hagan lo que hagan, ya no pueden decepcionarnos más que con su segundo disco.



Su regreso sólo sería superado como noticia si regresaran los Smiths o Verano Azul. Los grandes grupos son como los matrimonios y al final se rompen. El cantante riñe con el guitarrista por un quítame allá esa groupie y acaban repartiéndose los derechos y compartiendo la custodia del bajo y del batería, que como hijos de separados se meten de todo para superar el trauma.

Los grupos son así, y luego, cuando la pasta escasea, regresan como Micky, Karina y Tony Ronald. Suele ser un retorno patético, lastimoso. John Squire va a parecer el alto de los morancos con peluca, pero el resto tiene algo a favor: pueden hacer de si mismos en su biopic porque llevan en la jeta lo vivido, como en los boleros, aunque Ian brown asegure no haber probado el crack y culpe a sus pómulos de los rumores sobre su drogadicción –los chinos tienen pómulos y no todas fuman opio, pienso, pero como excusa es cojonuda: “No, es que, verás, son los pomulazos que dan como impresión de mala vida”-. Siempre se piensa en estos casos en lo desagradable que será ver a los ídolos encanecidos, pero ¿qué pensarán ellos de sus fans cuando nos vean desde arriba? Treintañeros reincidentes, tan lejos del ácido ya y tan cerca de la acidez de estómago.

La última explotación del capitalismo es la de la memoria y no la protestan los de la indignación. Quien tiene una nostalgia tiene un capital. Ian Brow -Lázaro on rehab- nos cantará I am the Resurrection en el enésimo FIB y verdaderamente será estremecedor.

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