Suena el teléfono. Un amigo
dubitativo, incapaz de decidir con qué modelo masturbarse, me toma de rehén telefónico
para su necesidad de terapia y la tarde se va. Es un clásico de los treinta,
pero no fue siempre así. Hubo una época en que caminábamos por los suburbios
alineados como en los video clips, como un grupo salvaje camino del bar, vestidos
como putos de woodstock y arrastrando la pata de elefante del vaquero por los
charcos, para que luego nuestras madres tuvieran que lavarlas a mano. Hubo un
tiempo en que las guitarras empezaban a volar y los chavales dejamos de mover
estáticos la cabeza y de rascarnos la barriga con la mano que dejaba libre la
cerveza, como con una púa cansina. Fue entonces cuando aprendimos a bailar,
cuando nos liberamos de la gran férula plasta del pop académico, del atorrante
rock y del mariconeo desatado del disco dance, que se bailaba en mallas. Brazos
sueltos, cabeza arriba, nonchalance de zombie, ir cazando moscas, espasmos y
mirada perdida: nuestro koduro. Como si fuésemos de algo, como los niños cuando
juegan a ir borrachos. Las drogas antes de las drogas, que estaban ya en las
bases con una machacona coherencia, como una invitación en la palpitación de la
pista de baile, que es el mercado de los adolescentes, donde cotizan. Bailar y
cantar, bailar un estribillo, estirarlo, esa fue la gran liberación que hizo de
los ochenta la década subversiva que aún no se ha entendido. Era Madchester y
lo vivimos como una pequeña sucursal. Rodeados de drogatas maquinales, en la
prehistoria mascachapas, las pastillas rulaban por decenas en Valencia y los
niños llevaban pegatinas de smilye en las carpetas. El smiley fue la mueca
sonriente de la década.
En esa época sin internet, ser
mancuniano en provincias era todo un reto y éramos itgirls sin saberlo, anglófilos
de barrio, mods sin etiqueta. Lo mejor de mi generación guarda su adolescencia
en los surcos del primer disco de los Stone Roses. Algunos no hemos podido
volver a cantarlo, porque de la nostalgia podría entrarnos una hemiplejia o
porque, sencillamente, no nos acordamos.
Los cuatro de Manchester van a volver: Ian, John, Mani y Reni. John era
artístico, ambiguo, casi londinense, con el pelo más deseado de la historia del
pop, en la edad en que eras tu flequillo. Era una figura venerada y misteriosa.
The coolest guy on earth. Imitaba a Pollock y tocaba una guitarra ácida que
llevó a Marr, al Johnny Marr desatado de sus conciertos más libres, con sus
riffs jazzísticos, a la pista de baile. Ian inauguró la simiesca chulería de
Liam y fue el frontman que se contagiaba del espasmo de Bez –muévete, en el ácido,
como si tocaras un timbal-. Liam es Ian sin Bez, sin el saltarín bufón de los
Happy Mondays. Mani es miembro honorario del club Moudelberg y Reni, con su
gorro de pescador, era el desventurado batería, el más débil de todos, mi
favorito. Con Reni descubrí los complementos y luego entendí todos los chistes
de baterías.
Estribillos en ácido, dulzura de
predestinados. Las canciones exactas con un sonido único que venía de un vacío.
Alrededor de ellos hay un misterio, un silencio que rodea su sonido y algo
triste. ¿De qué fondo viene I wanna be adored, con su crescendo obsesivo y su
sequedad 70’s? ¿En qué garage mojaron estos tipos sus poemas del orgullo
adolescente en la marmita psicodélica? El pop es la poesía moderna y los
adolescentes tienen la frase perfecta de Rimbaud. La efímera gracia que se
pierde pronto, luego hacen discos de estudio o proyectos conceptuales, pero la
magia se ha ido. Lo que tiene que decir el joven terrible lo dice el pop y los
roses, hagan lo que hagan, ya no pueden decepcionarnos más que con su segundo
disco.
Su regreso sólo sería superado como noticia
si regresaran los Smiths o Verano Azul. Los grandes grupos son como los
matrimonios y al final se rompen. El cantante riñe con el guitarrista por un
quítame allá esa groupie y acaban repartiéndose los derechos y compartiendo la
custodia del bajo y del batería, que como hijos de separados se meten de todo
para superar el trauma.
Los grupos son así, y luego, cuando
la pasta escasea, regresan como Micky, Karina y Tony Ronald. Suele ser un
retorno patético, lastimoso. John Squire va a parecer el alto de los morancos
con peluca, pero el resto tiene algo a favor: pueden hacer de si mismos en su
biopic porque llevan en la jeta lo vivido, como en los boleros, aunque Ian
brown asegure no haber probado el crack y culpe a sus pómulos de los rumores sobre
su drogadicción –los chinos tienen pómulos y no todas fuman opio, pienso, pero
como excusa es cojonuda: “No, es que, verás, son los pomulazos que dan como
impresión de mala vida”-. Siempre se piensa en estos casos en lo desagradable
que será ver a los ídolos encanecidos, pero ¿qué pensarán ellos de sus fans
cuando nos vean desde arriba? Treintañeros reincidentes, tan lejos del ácido ya
y tan cerca de la acidez de estómago.
La última explotación del
capitalismo es la de la memoria y no la protestan los de la indignación. Quien
tiene una nostalgia tiene un capital. Ian Brow -Lázaro on rehab- nos cantará I am the
Resurrection en el enésimo FIB y verdaderamente será estremecedor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario