EL TIEMPO EN JUEGO DE TRONOS
Ser espectador de Juego de
Tronos es una experiencia común: vencida una primera reticencia adulta, uno
queda atrapado en la rara compulsión de la ficción televisiva, sujeto de una
pasión infantil por la trama. Este texto apunta a uno de los ingredientes de
esa fascinación: la convivencia de distintas nociones de Tiempo. Prima la
visión circular, cíclica (el invierno), matizada por evidencias de progreso
histórico y amenazada por aspiraciones mesiánicas y riesgos apocalípticos. Es
decir, formas de linealidad histórica. Sucede además que en muchos de los
personajes, en el clima general de la serie, predomina una tribulación propia
de quien vive el momento bajo de un ciclo, algo que forzosamente nos debe
resultar familiar, muy contemporáneo. De algún modo, todos esos señores con
mallas y espadas resultan… actuales.
El ciclo. El invierno.
Los habitantes de
Winterfell, el escenario principal de la serie, tienen una concepción del
tiempo antihistórica, circular, cíclica y no lineal, simbolizada en la
recurrencia del ciclo. Es decir, la necesidad humana de explicar el
acontecimiento, de dar sentido a lo que les sucede –que no es poco: penurias,
batallas y privaciones de naturaleza medieval…- la resuelven insertando el
suceso en una trama cósmica, un patrón natural. Si el hombre histórico separa
naturaleza e historia, el primitivo introduce los acontecimientos en un patrón
ondulante plenamente identificado con la naturaleza, como corresponde a una
sociedad agraria.
Así, el invierno (¡Winter is coming! ¡Winter
is coming!) es un personaje más de la serie y una de sus grandes tensiones
dramáticas. El invierno es algo inminente, acuciante y veremos que durante las
dos primeras temporadas existe un elemento de suspense al respecto porque
cuando se habla de invierno se desliza la posibilidad de un invierno distinto,
recrudecido en un sentido radical por extraños sucesos. Signos celestes, la
visita de los Caminantes Blancos con su terrible mirada azul, formas
apocalípticas que romperían esa circularidad, que amenazan con estirar el
tiempo hasta modalidades escatológicas.
El invierno, por tanto, es
la particular forma de resistir la realidad sin huir de ella que posee el
hombre de Invernalia. Es una justificación no histórica, no lineal, una
ontología sin devenir, una justificación cíclica de los acontecimientos
penosos, que no introduce tampoco la explicación religiosa. No hay teofanía,
las cosas no las envía un Dios inclemente, ni son un sacrificio histórico para
llegar a alguna parte. Para explicar lo que pasa, para darle sentido a lo real,
está el ciclo. El invierno es oscuridad, carencia, escasez, noche, anomia,
desgobierno, un riesgo de caos originario. Es aquí donde se abre el misterio
porque las referencias al invierno no son muy claras. ¿Hasta dónde llega su rigor?
¿Tendrá fin? Lo seguro es que el invierno procura una inmersión en cierto
desasosiego metafísico, en un caos primordial y supone una época de privación
general de la que, al parecer, se ha salido otras veces, es decir, que también
encierra una regeneración, una visión optimista.
El ciclo de Winterfell es
regenerador. Todo ciclo tiene su alza, su auge, su época de bonanza, de modo
que la regeneración sucede a una etapa de confusión. En ésta aparecen muertos
(Caminantes Blancos) y contra ellos batallan los hombres de la Guardia Nocturna
(noche, oscuridad, ausencia de reglas), que como sociedad casi secreta
presentan algunos rasgos que veremos. Así, unos y otros combaten en la noche,
lo que evoca la noche de los tiempos, la abolición del tiempo. Pero esto, hasta
donde nos explican, tenía siempre su salida regeneradora a un nuevo tiempo,
luminoso, fértil, en un giro de la rueda cíclica del tiempo que servía al
hombre de Invernalia para dar sentido a lo real. El suspense de las dos
primeras temporadas estriba en que ese patrón ondulante parece amenazado por la
inminencia de los Caminantes Blancos. De hecho, la primera secuencia de la
serie es para ellos y aparecen cada cierto tiempo como un elemento de suspense
y ritmo en el guión.
Así, en el Norte, el ciclo se
ve amenazado por un misterioso peligro apocalíptico. El signo celeste que
observan no tiene fácil explicación y siembra la inquietud de un ataque
distinto, un ataque que no es el de un reino cercano, sino algo que acabaría
con las formas de vida y gobierno de Invernalia y del resto de territorios. Una
amenaza apocalíptica que rompería la circularidad de la existencia. La ruptura
de cualquier patrón de organización de lo temporal es un elemento de suspense
radical.
Psicología del hombre
cíclico
Pero deteniéndonos en el
hombre del norte, su concepción del tiempo encierra una psicología que
desconoce lo que Le Goff llamaba la psicología moderna del tiempo. El hombre de
Invernalia no parece muy piadoso, no hay grandes referencias a la religión. La
concepción fluida, unidireccional y progresiva del tiempo suele derivar de lo
religioso. Esto permite sobre el tiempo un manejo que, bien por venir vinculado
a Dios o por ligarse a un fin histórico determinado, permite su tratamiento, su
gestión. Una gestión o economía divina de las cosas que después pasa a ser un
manejo temporal distinto y secularizado. Lo seglar desgaja el tiempo de las
manos de Dios y lo racionaliza, haciéndolo mercancía económica, introduciéndolo
en el comercio, en lo cultural, con aspectos fundamentales como el interés.
Nada nos habla tanto del conocimiento moderno del tiempo como el interés
bancario y las formas financieras sobre futuros. Una inversión, y no digamos ya
un préstamo, es otro terrible horizonte existencial. El caso es que en la serie
no hay mucho de religión ni de comercio. El comercio es más bien sureño y
remoto y se lo encuentra la Kalesi, la chica Targaryen, en su exótico
deambular. Poco se nos dice de religiosidad y menos de actividades comerciales,
aunque hay mercadeo en la capital y puertos y relaciones comerciales, pero
fundamentalmente se trata de una sociedad arcaica, agraria y de corte feudal.
La ausencia de un patrón
histórico, de una aspiración política, la inexistencia de la idea de progreso,
de redentorismo religioso y la persistencia de recurrencias cíclicas inspiradas
en las estaciones dan lugar a una personalidad no racional, que no parece
sometida a autoridades religiosas ni a un principio de racionalidad. La
personalidad y la entera existencia configurada como una pugna entre las pasiones
y destino. Los personajes son egoístas, excesivos, ambiciosos, orgullosos y en
la serie domina una exuberancia psicológica e irracional. Un torbellino de
pasiones. Sólo el honor parece una idealidad, un principio rector. Ese honor
que conforma para algunas culturas arcaicas una forma de futura edad dorada, de
más allá escatológico. El honor, personificado en los Stark, es quizás la única
forma rectora de comportamiento. Además, el desorden político, la
descomposición de las formas de gobierno, la falta de estabilidad contribuyen a
la ausencia de autoridad. Ni autoridad política, ni autoridad religiosa, ni
moral dominante, ni idealidad, ni redentorismo ni una idea de progreso, avance
o fin histórico. El individuo como un conjunto de pasiones frente a su destino.
Esa fatalidad le lleva a la oscuridad, al cultivo de la magia, a cierta inclinación
esotérica y además da lugar a un personaje atribulado, indomable, libérrimo,
apasionado, excesivo, poco virtuoso e irracional. En Juego de Tronos casi todos
parecen malos, disparatadamente egoístas y los comportamientos son una selva de
motivaciones irracionales. Traiciones, enfrentamientos, egoísmos, sexualidad
desenfrenada. Juego de Tronos es como un culebrón cocainómano en el que todos
son malos, pero eso es consecuencia directa de su concepción del tiempo.
Podemos convenir, quizás, que el hombre cíclico resulta mucho más divertido que
el hombre histórico.
Dejando de un lado los reyes
y los protagonistas de las grandes familias, el individuo que nos enseña la
serie está encerrado en el ciclo, y además y como corresponde a lo no
histórico, en el arquetipo, en la repetición de modelos anteriores. La
verdadera creación, la originalidad es mínima. El gesto de rebeldía, creativo
frente al arquetipo y con ello la realización de historia viene protagonizado
en la serie por personalidades heterodoxas. La mujer gigante que sirve a la
señora Stark, que asume un papel en absoluto femenino; la hija pequeña de
Stark, que durante gran parte de la serie se debe hacer pasar por niño, pero
que desde un inicio ansiaba la batalla como forma de expresión; el enano que
nace en la familia Lannyster, Tyrion, dueño de una conciencia moderna y dolorida, desubicada y
superconsciente, nacido bufón en la corte de los Lannister y, luego, por fuerza
de los acontecimientos, en delicioso giro carnavalesco, obligado a gobernar, a
ser Mano del rey. Otro personaje heterodoxo es Renly, el hermano gay de Robert Baratheon, que representa una
forma de modernidad política, además del amor heterodoxo. En el momento de la
crisis política, donde todo es ambición, sed de poder, honor miope o
caudillismo, este chico sale con ideas democráticas y una idea de justicia no
empapada del viscoso honor de Ned Stark, sino de rectitud utilitaria e
ilustrada, de corte maquiavélico.
En la serie, estos personajes fronterizos resultan
interesantísimos porque introducen su peripecia personal y una rebeldía
creativa consistente en el gesto individual por salir de su arquetipo y de la
estrechísima horma de lo que les corresponde. En esa sociedad cerrada en la limitación
estamentaria, en la simbología cosmológica y natural, en la recurrencia del
ciclo, los personajes creativos son aquellos que luchan por su propia libertad
y constituyen el inicio de algo, de alguna germinación histórica en la rueda
incesante de lo eterno. Ellos, heterodoxos, intentan salir no solo del
arquetipo, sino también del ritual, de la repetición, del modelo. La salida de
lo paradigmático es una proeza para ellos y es absolutamente creativa. Por
ello, dentro de la psicología arcaica de lo cíclico, los personajes que trazan
un gesto personal, novísimo, son la gran fuerza creadora y retienen el interés
del espectador. Normalmente, ya se ha dicho, son seres que pugnan con su paradigma.
Otras maneras de concebir el Tiempo
La estricta concepción cíclica del tiempo convive en la serie
con otras formas de tiempo. Una de ellas la encarna la voluntad mesiánica de la
Targaryen, Kalesi, que recorre el planeta para restablecer el gobierno de los
dragones. En la ayuda de estos animales mitológicos hay, evidentemente, algo
mágico e irracional, pero ellos mismos introducen una simbología determinada: Los
dragones son, como explica Eliade, lo
preexistente, lo autóctono, lo originario. La Kalesi es una Reina-Mesías y a
través de los dragones convierte su peripecia histórica en algo mítico. La
aparición de dragones y magia también le sucede al mayor de los Baratheon, e introduce
rasgos típicos de los ciclos épicos arcaicos. Esos anacronismos absolutos de
dragones saliendo de huevos originarios restituyen lo mítico en el deambular de
los reyes sin reino. Kalesi o Baratheon amenazan el orden con la ayuda de
dragones, vestigios de la noche de los tiempos. Y con esa amenaza introducen
una perspectiva temporal distinta. La princesa Kalesi observa el tiempo de
manera diferente, como una escatología, como un horizonte temporal final en que
se restituirá el orden mediante la regeneración, el ajuste de cuentas. Es
decir, la Kalesi observa el tiempo con un horizonte en que ella restituya un
orden mítico (dragones), realizando un ajuste de cuentas, regenerativo, todo en
un hilo temporal, fluido, lineal, que ya no es cíclico. La Kalesi se pone muy
guapa cuandole sale el ramalazo mesiánico.
Amenazas apocalípticas y rasgos mesiánicos de la Guardia
Nocturna
Tanto por el sur, con Kalessi y sus dragones, como por la
alianza mágica apuntada entre fuerzas oscuras y Baratheon, como, sobre todo,
por la aparición de los Caminantes Blancos, el orden cíclico se ve amenazado.
La aparición de los Caminantes Blancos, muertos, fantasmas espectrales de
mirada azul, introducen el cataclismo escatológico, la posibilidad de la gran
catástrofe agravadora del invierno, como punto inferior del ciclo. Es el mito
de la conflagración universal, base de la mitología cristiana, presente también
en Roma y la expectativa de su declive de manos de los bárbaros. De hecho, esa
idea de frontera y de amenaza exterior está presente en el Muro, que separa la
tierra conocida de lo informe, del caos, donde muertos y vivos coinciden,
donde, por tanto, el tiempo aparece como suspendido. Precisamente es propio del
apocalipsis la visita de los muertos, el restablecimiento de las tinieblas. Durante
la serie, estas señales aparecen como presentimientos de una gran confusión que
acaba con la perspectiva cíclica, que estira el Tiempo hacia su final. Es
interesante subrayar que el Muro, donde está la Guardia Nocturna, es el lugar
en que se relaciona frontera y tiempo, porque más allá se sitúa lo informe y la
mezcla suspendida de lo temporal, con vivos y muertos combatiendo. Ese combate
le corresponde a la Guardia Nocturna, donde se alista el bueno de John Snow,
protagonista y héroe de la serie. Este cuerpo tiene también evidentes rasgos
mesiánicos. Se trata de una sociedad iniciática y esa iniciación se produce en
el Muro y más allá, donde, insistimos, se mezclan tierra y caos, y como
sociedad tienen una entidad representativa, desde los antepasados (todo el
tiempo) hasta el último reino y una noción, única en la serie, de bien común
por encima de territorios, reinos, banderías. Se trata de una sociedad
separada, separada en segunda potencia, separada de toda separación, de toda
limitación entre ellos. Una plena igualdad entre miembros con plena
indiferencia escatológica hacia lo mundano. Es una sociedad de vocación
mesiánica (los llamados), pero también una interesante segunda oportunidad,
pues permite una regeneración completa al individuo, de un modo imposible de
encontrar en nuestro mundo. Quien ingresa allí renueva su identidad, parte de
cero, sin tribunal ni jurisdicción ante la que rendir cuentas de su vida
pasada. Es una muerte en vida y un nuevo nacimiento. Una orden entre lo
religioso y lo militar, pero más allá.
Algunas evidencias de Progreso
En la serie hay manifestaciones de entendimiento del tiempo como
un fluir unidireccional, acumulativo, vinculado a una cierta idea de progreso.
Es decir, no es el Progreso espiritual o científico como valor absoluto y
civilizatorio, entre otras cosas porque no se percibe en la serie la idea,
posiblemente de origen cristiano, de unidad de todos en el concepto amplio de
humanidad. Sin Humanidad, sin Progreso como grandes mayúsculas, sí que se
perciben evidencias de avance, de progreso histórico. Progresividad temporal.
En el desarrollo de los distinto reinos, en las formas de organización
alcanzadas y en el fraguarse otras nuevas, hay una forma de avance político,
desde la familia hasta la confederación pasando por el pueblo. Es decir, estas
formas de desarrollo político acumulativo existen en cada región y en las
alianzas posteriores entre ellas. El desarrollo culmina en la capital,
Desembarco del Rey, que presenta una vida comercial y política superior. La
urbe como expresión de desarrollo según describe Platón, es decir, la evolución
desde la unidad familiar, de parentesco, hasta desarrollos políticos que dan
lugar a la ciudad-estado. Esta ciudad desarrollada y distinta, políticamente organizada, convive con
concepciones arcaicas y míticas de lo urbano en la propia serie. Anacronismos que
dotan a la serie de curiosos desniveles culturales y son una fuente de interés
dramático. Así Qarth, la ciudad que visita Kalesi en su peregrinaje, o Nido de
Águilas, donde tienen preso a Tyron en la primera temporada, presentan algunos
rasgos que Eliade considera habituales en la concepción arcaica, mítica y
arquetípica de lo urbano. En primer lugar, surge en el desierto, o junto a
mares ignotos, es decir, surge entre lo desconocido, lo informe, el caos.
Además tiene formas cosmológicas, naturaleza sagrada y la condición de axis
mundo: la unión en ella de cielo, tierra e infierno. Enormes precipios que dan
al centro del infierno y torres que alcanzan alturas celestes, son formaciones
urbanas cerradas, axiales, míticas, que congregan cielo y tierra en su
naturaleza sagrada. Frente a ellas, Desembarco del Rey tiene la naturaleza de
una Roma asediada, con una forma incipiente de política, pulsiones populistas,
comercio desarrollado y una muy estimulante y moderna promiscuidad
metropolitana.
Juego de Tronos y nosotros
Los anacronismos de Juego de Tronos presentan el aliciente de
oponer formas distintas de lo temporal. Además de los excelentes actores, las
localizaciones, el prodigio de mundos de ficción y de las desencadenadas
pasiones de sus protagonistas, la serie introduce una tensión entre maneras de
percibir el tiempo o, dicho de otro modo, de situar los acontecimientos en una
trama explicativa superior o trascendente. Qué se hace con la realidad, en
resumen. De alguna manera, eso es contemporáneo, porque poner una tertulia o
abrir un periódico nos enfrenta en ocasiones al diálogo imposible o, como poco,
dificultoso de muy distintas modalidades explicativas de lo actual: el ciclo,
el progreso, las tremebundas nociones apocalípticas conviven y cada hombre,
según su temperamento , opta por unas u otras. En momentos de recesión, es
acuciante buscar una explicación a lo que sucede y ante el fallo de las
ideologías (el anunciadísimo fin de la historia), la caída de Dios, el
desprestigio de la utopía obrerista, sólo queda la fe en el Progreso, la Nación
o la Igualdad... Incluso el prestigio del crecimiento económico se pone en
entredicho. Y recurrimos al ciclo, a la lenitiva y tranquilizadora explicación
técnica de que a la recesión proseguirá un auge. Al menos, eso confiere un
patrón explicativo
A veces somos parecidos a los hombres de Juego de Tronos.
Sentimos la zozobra, la ansiedad metafísica de tiempos depresivos y la
experiencia de estar perdiendo las formas o patrones de explicarnos las cosas.
Parece que hemos dejado de creer en el sentido unidireccional de la historia,
en que el Tiempo lleve a algún sitio: la realización nacional, una conquista
social, la Europa construida, el edén proletario… y, hombres cíclicos, algo
tediosos y sin el desahogo de poder guerrear en mallas con una espada del mejor
acero, asustados por algún bramido apocalíptico, vamos gritando que viene el
Invierno y que del Invierno se sale, porque (¡esperemos!) todo es ondulante,
todo retorna. De algún modo, vivimos también una resaca cíclica abierta a
cierto suspense ontológico.