EL HACHAZO CICLISTA
-¿Qué tal las piernas?
-Poco a poco. Ahí estamos…
Los ciclistas siempre dicen
eso cuando se les pregunta. Siempre están “ahí”, en un inconcreto ahí. A mí me
recuerdan a los viejos de los pueblos, que a todo responden con una sonrisita y
un “tirando”. Los ciclistas me parecen igual de resabiados, porque ese “ahí”
significa que saben muy bien dónde están, pero no lo dicen. No sueltan prenda
cuando en realidad ellos preparan lo que llaman “su hachazo”, o en terminología
casi televisiva, “su momento”. Entonces sí
dicen aquí, aquí estoy yo, pero mientras tanto andan ahí. Como esos viejos
secretistas, ahorradores, miserables que no sueltan prenda, así son los
ciclistas. Tanto que el pelotón parece un pueblo itinerante, lleno de señores
que se sonríen pero que buenamente se darían un hachazo. Ahora se corre la Vuelta
-que suena a feria y está muy lejos del Tour- y salta el escandalo de Lance
Armstrong. Barthes decía que el doping era faltarle a Dios, que animaba al
ciclista. Todos los ciclistas, salvo Fignon, son de una mansedumbre parroquial,
pero andarían retando a las altas instancias porque su sprint ya no sería soplo
divino, sino química mefistofélica. El ciclismo, bien mirado, es lo más. Cada
generación se merienda al mito de la anterior, poniéndolo de drogata. Pantani,
Armstrong, Contador… Ya no hay dios en el ciclismo, tampoco dioses. Y cualquier
día nos dirán que Javier Ares no es Javier Ares.
(LAGACETA,
31-VIII-2012)