DIARIO
Al parecer ya ha pasado el aguacero. Llegó ayer, como un desprendimiento de tropicalismo. Lo vi tras la ventana, cumplido el titular, porque la lluvia de otoño llevaba días siendo noticia y se esperaba como un meteorito o un jefe de estado. Las periodistas se subían a lo alto de los cerros a explicar la lluvia. La expectativa, el culto estadístico que mueve la actualidad -secretamente todos esperamos el fracaso de las previsiones, su fría petulancia, aunque sea a costa del derrumbe económico-, había provocado que vergonzosamente uno se refugiase en casa. De este modo, me he perdido uno de los placeres infantiles: el olor algo sulfuroso de antes de llover, la verdadera expectativa de lluvia, y la sinfonía de perfumes de la humedad. La humedad, por cierto, es una cosa sutil que odiamos, como si no estuviésemos preparado para ese estado intermedio, insidioso.
Vivir la lluvia como noticia debe considerarse ya un empobrecimiento.
Lo mejor de la lluvia está en el cielo, en sus matices y mutaciones otoñales. Una oscuridad cernida, amenazante, con una fuga amarilla hacia la claridad por el norte. Todo amarillo y violeta como la carne dolorida, con la sensación de intimidad de los cielos bajos, encapotados. Apostaría algo a que un cielo así cobija menos crímenes, porque lo terrible es la claridad, el verano.
Las formas vulgares que entonan la autoestima. Un cenicero con formas de cartelería francesa. La serenidad tras la crisis muscular. Formas de camuflaje de las cuestiones esenciales, que orgánicamente se ocultan. El lento aprendizaje del autoengaño que viene a ser vivir. Lección primera y única de fisiología moral.
Alguien yace como un sultán en la terraza de la cafetería, con el puto iphone y ELPAÍS al lado. El camarero, paciente y de mirada dura -ésos son los mejores-, nos recuerda el trato profesional en medio del domingo y uno casi que agradece ese envaramiento comercial. La exhibición del ocio dominical es impúdica. Habernos dado educación, sufragio y albedrío social ha sido un enorme error. Haber convivido con la sociedad española de las tres últimas legislaturas es una experiencia estética mil veces peor que la guerra. Haber sido uno de ellos. Ser uno de ellos. Por Dios.
Al aparcar, noto en la calle, persistente, el sonido de algo que es como el surgimiento de una abubilla residencial. Parado, con las llaves en la mano, me siento protagonista de un anuncio de coches, preso en una epifanía publicitaria. Camino hacia casa y el cielo dorado del oeste, con una nobleza como de cobre, lanza sobre los edificios una luz de polvo dorado y el efecto es como el maquillaje arquitectónico. Qué suerte tienen los arquitectos de que aún haya sol y otoño. El silencio es consistente, físico. La abubilla -la llamaremos abubilla- suena como un grillo de metal más noble. Todo parece estar digiriendo una paella comulgante, en el sopor inevitable del arroz.
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