martes, 3 de enero de 2012






CÁDIZ II: EL GAUCHO Y EL MINI BAR





He comprado la guía gastronómica de La Voz. Apetecía hoy carne y hemos seguido una recomendación, que se encontraba en una de las 10 mejores aperturas del año: el restaurante argento ‘El Gaucho’.
El sitio está en la calle Buenos Aires, así como a propósito, en el para mí inmejorable entorno de la Plaza de San Antonio que, sin llegar al nivel de la Plaza de la catedral en la que sólo falta que haya un festival trekki interplanetario (hoy había motorada y los gachós se han hecho la fotito en la escalinata, maltratada), también se puede encontrar uno cualquier cosa. Hoy estaba la Feria con los niños alborotados y sus hermosas mamás, mejorando el cutis en la cercanía del hielo de la pista.

Llegas a El Gaucho y lo primero es que no hay argentinos, o al menos no entre los serios profesionales que atienden. Gente joven, gaditana y seria, mú profesional. El lugar es acogedor, discreto, sobrio y espacioso, con una galería de fotografías de personalidades argentinas, que es un verdadero clásico de estos sitios, como el cartel taurino de los bares españoles por el mundo. Que si Borges, que si Fangio, que si Gardel… En fin, el olimpo rioplatense del que hablamos mientras, nerviosos y hambrientos, esperamos la carta.

Hay salón y bar. Y en el bar me he quedado, con la compañía, que estaba (ay) loca por un bistec. Hemos pedido de primero una ensalada de gambones con salsa de naranjas. Yo la salsa no sé como ponderarla, porque mi saber gastronómico es escaso, pero no era fuerte, ni recargada, pero la lechuga, rizada, era pinchable (cosa que ya es mucho), y el tomate era como uno que arrancásemos en la huerta de la infancia. Tomate glorioso, de sabor primigenio. El primer tomate de la creación, parecía. Además, unos gambones excelentes, sonrosados, pasados justamente por la plancha, por los que me peleaba silencionsamente con la rubia que me acompañaba. Sabían a mar, dijo ella. Pero vamos, mar del bueno, de aguamarina, no a cosa submarina, cenagosa.

Antes de las carnes, la casa nos agasajó (por guapos) con unas patatuelas al chimichurri, que son como las bravas de allí y unos arenques en salsa de miel y mostaza que siendo buenos, tenían el pero de venir anegados en salsa, riquísima pero excesiva, que tenías que golpear el arenque en el plato para poder verlo.

Y claro, en ese punto de la comida ya nos mirábamos como diciendo: pero bueno, si estamos en un argentino, coño, ¡y la carne!


Primero pedimos un steak tartar, que vale, no es argentino, pero como aproximación al tema carnívoro era apropiado. El plato está hecho con ternera argentina y es una delicia. Los gemidos de mi acompañante los oían los niños en la plaza bulliciosa -parecía imitar a Meg Ryan en esa escena con Billy Cristal-, y el matiz de cebolla, condimentación y carne brutalmente cruda era exquisito.
Tras ello, un solomillo argentino, mientras Argentina, vieja dama decadente, caía en las pistas improvisadas de tenis de Sevilla. Nosotros, respetuosos, decidimos probar sus carnes: el solomillo, al punto, servido sobre una pequeña plancha de esas que humean y te dejan un poco de olor en la camisa. La carne estaba excepcional y venía acompañada de unas patatas fritas, las justas, que puedo decir están entre las mejores que he comido últimamente. Venían fritas como en algo de ajo o perejil, y dejaban, amarillas, crujientes, el regusto lejano a chimichurri. Ese regustillo tan agradable es el que deja este sitio tranquilo y excelente.


Regamos todo con media botellita (moderados tras el exceso de anoche) de Beronia, que sin saber de vinos me atrevería a decir que está muy bien.


A la hora de los postres, lo interesante en los restaurantes argentinos es intentar encontrar algo que no lleve dulce de leche. Misión casi imposible. En ‘El Gaucho’ lo tienen en todos los postres, con excepción del flan de queso. Opté por unos vasitos de chocolate blanco rellenos, cómo no, de dulce de leche y una nuez. Decliné tomar licores y vinos dulces de los que venían en la elegante y escueta carta.

Y he de insistir en la tranquilidad del ambiente. El trato profesional, el espacio entre mesas (qué importante), los detalles de la casa, que junto a la calidad de la carta y a la buena materia prima convierten a este ‘El Gaucho’ en un lugar recomendabilísimo.


Antes habíamos matado el hambre y tomado las primeras cañas en el ‘Minibar’, al lado de Candelaria, recogido y madridista, con un dueño un poco sieso, donde siempre encuentra uno una buena fritura de pescado fresco, sin caer en el tremebundismo de fritanga de Las Flores y demás, cuyas freidoras hirvientes son como el infierno que Dante no quiso imaginar.

1 comentario:

  1. Magnífico, Hughes. Cádiz es una ciudad fantástica y muy particular. Un saludo.

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