España acabó la Eurocopa
pidiendo la hora. Casillas, quizás ajeno al hecho de que no fue el árbitro el autor
de ninguno de los cuatro goles, le pedía “respect for the rival”, sin reparar
en que existía la posibilidad técnica de que sus palabras (a gritos) fueran
captadas por alguno de los centenares de periodistas que allí se encontraban. Tras
ello, los campeones hicieron pasillo al perdedor y sólo por el férreo curso de
lo protocolario pudieron dejar de dar caricias a los italianos y disponerse a
recoger la copa. Después, para olvidar las lágrimas de Pirlo, bebieron noche y
día.
En Madrid, al día
siguiente, a un niño le preguntaban qué quería ser de mayor:
-Yo Iniesta, porque es
ejemplar.
Después, como la
especulativa escalada de la prima de riesgo, la prosa periodística desbocó un
juicio sobre Del Bosque que sólo cabe calificar de justo y ponderado. Entre la
prensa y el marqués se empezaron a interponer palabras. En pocos días se ha
elogiado su conservadurismo, su progresismo, su prudencia, su mesura, su
catolicismo, su sentido del deber, su ugetismo, su institucionalismo, su
refrescante sentido de la informalidad, su apertura de miras, su familiaridad,
su cercanía, su justa distancia, su callada nobleza, su mando en plaza, su
bigote normal, su calva cincuentona, su semblante hidalgo, su exquisito tacto,
su competitividad europea, su española postura, su civismo mudo, su
paternalismo sin gestos, su gestualidad calmada, su patronazgo, su liderazgo,
su diplomacia, su marquesado, su segundo plano y su comprometida lucha con el
colesterol. Incluso algunos periodistas lanzaron admirativas indirectas sobre
su miembro.
La izquierda fetén, la
derecha mariana, el centrismo budista y la transversalidad magenta aparcan sus
diferencias irreconciliables para hablar de él. Del Bosque es marqués de la
excellence, pero podría ser ministro, académico o mamá de Tarzán.
Recordando la genialidad
del niño Panero, que a sus padres preguntaba cuando daban la luz: ¿Adónde va lo
oscuro? la infanta Leonor preguntó a los del fútbol qué había dentro de la copa.
Con ello, la niña quitaba hierro simbólico al trofeo. De un modo distinto, algunas
aficiones gamberras rechazan el
simbolismo de la copa y despiden a sus jugadores antes de la final,
desromantizándola, con el grito de “queremos la copa llena de farlopa”.
En las fotos, el trofeo
despide el reflejo distorsionado del que la mira. Por ello, la copa está
resultando un poco esperpéntica.
Los economistas,
vencidos por los mercados, suman los botellines ingeridos en el torneo para
medir el incremento del PIB. Otros, más sentimentales, y sin reparar en que el
ser humano ha pasado la historia sin ganar nada salvo quizás alguna guerra,
consideran que debemos mirar la copa como Meryl Streep miraba a Clint Eastwood
cuando regresó: como nuestra única y fugaz posibilidad de ser felices.
Hay quien ya lamenta que
Dragó haya quedado de único intelectual antifutbolero y pide un Krugman (azote
de lo austero) contra la ejemplaridad.
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