LA
FINAL DE AUSTRALIA
Mientras
escribo estas palabras, Nadal se agarra a la raqueta como un guitar hero a su
guitarra. Nole, que hace pensar en una noche loca y báltica de Humberto Janeiro,
parece que cojea y en los palcos, las novias, madres y hermanas son mujeres
bíblicas. La novia de tenista es la nueva novia de torero. Qué machismo en el
tenis, tú, que diría el círculo chaconista. Y hay una niña en Melbourne, que es
como esa niña redicha española que aparece siempre que Nadal juega, sea donde
sea, por el orbe entero, con una bandera y una camiseta en la que reza: “Gracias
por ser español”. Y eso me pasa a mí con Nadal, que me da la impresión de que
no me lo merezco. Tiene tanta competitividad, tanta fuerza mental, que parece
que de un momento a otro le va a doblar la raqueta de titanio al rival, como un
Uri Geller. Cansó a Federer, y a Djokovic ya le está empezando a llevar a sus
límites, porque Nadal es eso, es como una novia: alguien que te lleva al límite
de ti mismo. Nadal cansa incluso a sus seguidores en esa exploración desdichada
de sus propias limitaciones. Hay algo muy triste en Nadal, algo muy poco deportivo.
El
tenis, si lo pones encima del televisor, es como un metrónomo. Cada partido es
un ritmo, y tiene un peligro de eternidad, porque los tie-breaks no tienen un
final claro. El tie break es tan difícil de entender como el fuera de juego y no
se puede hacer planes si hay tenis porque desde un punto de vista lógico es
posible el partido eterno.
El
tenis es una forma dialéctica de eternidad y genera un balanceo de cabeza que
es como negar lenta, morosa y cruelmente. Una negación robotizada e inclemente.
El público de tenis, ¿a qué le dice no con esa negatividad ritual y quieta?
Nadal
me cansa, su partido empezó por la mañana, a primera hora, y me he leído el
periódico, me he tomado el aperitivo, he comido, y ya le estoy dando vueltas a
la leche condensada del bombón –ese infantilismo, frente al cortado macho y
desilusionado- y Nadal sigue, ahí, como una ola, dando raquetazos vestido de
kiwi, sudando como un pollo enfurecido y picoteador.
Mi
tenis murió con los pantalones largos. Lo recordaba el brillantísimo Nick percivalesco,
en nuestra común admiración de Stefan Edberg. El tenis era un señoritismo fino,
blanco, y señorial. Un elogio del sport, algo gatsby y cordial. Un
desentendimiento. Corrían los tenistas como si la raqueta fuera una finura, o
una taza de té, y cada pelotazo era una ocurrencia, una ingeniosidad llena de
charm y buenas maneras, y no los alevosos pelotazos musculados de ahora. El tenis
era un desentendimiento, una frivolidad, una desdramatizacón y este tenis del
vamos, rafa, de la crispación y de las seis horas me aniquila.
El
tenis es lo más cansino del mundo. Un ajedrez sudoroso, una cosa de formas
desquiciadas, y Nadal, como antes Indurain, nos hace levantarnos cansados del
sofá: derrengados, exhaustos, indignos.
Escucho
ahora un lamento del vecino, es un estertor, parece que le han clavado una
daga, y es que quizás Rafa vaya perdiendo y yo lo lamentaré mucho, y hasta me
sentiré mal con lo que he escrito, porque sigo a Nadal, pero le sigo después, el lunes,
en el resumen del periódico, cuando canse menos.
Me
falta fuerza mental, Rafa, para serte fiel.
Los deportistas españoles tienen muy poco carisma. Basta con fijarse en sus novias, casi todas son muy sosas, rollo vecinita. Incluso Alonso, que se casó con una cantante, lo hizo con la insulsa de El sueño de Morfeo, en vez de con la Mónica Naranjo.
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