REAL MADRID, 4; ZARAGOZA, 0. MI VERDAD
Antes del Dortmund llegaba el Zaragoza, que viste parecido,
pero no es lo mismo. El Madrid iba recomponiendo su defensa, con Ramos en el
lateral y como central Albiol, que se ha dejado la barba de tío interesante que
lucen Xabi y Pirlo, pero que tampoco es lo mismo.
Por las muertes en el Madrid Arena se guardaba un minuto de
silencio que es como cualquier minuto del Bernabéu pero con una música de
aleluyas por encima.
Ramos miraba al cielo y en eso se notaba que él es capitán,
porque los capitanes, desde Raúl, un poco por la cosmovisión naif del
futbolista y otro poco buscando una concentración sobrehumana, miran a Dios de
tú a tú.
Mou con mala cara, con ese ardor congénito que parece que
tiene, iba de gris y blanco, Mou, plata y cana. En el Zaragoza un señor que yo
no conocía que resultó ser el segundo de Jiménez, que estaba sancionado. Llevaba
este hombre una corbata imposible y parece que estrenaba brazos, porque iba
haciendo incómodamente ese gesto de observar el partido que hacen los
entrenadores con poca naturalidad. Digo yo que ese gesto lo puede hacer un
primero, pero nunca un segundo. Karanka, por ejemplo, no cruza los brazos.
Cruzar los brazos como contemplativo lo puede hacer el primero. Había un tercer
hombre en el banquillo maño que también llevaba la corbata azul imposible (¡estampado
de cuadrados cachirulos!) y que estaba para darle las instrucciones que tecnológicamente
recibía de Jiménez. Lo hacía a mano tapada, gesto prudente aunque quizás innecesario.
La pregunta era evidente: ¿Por qué no se ponían en contacto directamente
Jiménez y su segundo por el pinganillo? El segundo, insisto, al pasar a primero
asume esa autonomía de contemplativo que no debe ser jamás perturbada, con el
caminar de pintor que parece estar a puntito de dar la pincelada.
Mourinho tomaba notas, deshaciendo la crónica del cronista,
no se sabe si anotando lo que se desviaba de su partido inicial o improvisando
el verso táctico.
El Madrid salía con Essien y Modric a los mandos y
Cristiano y Di María cayendo en bandas, muy patilludo el equipo, muy abierto y
puñalero. Arbeloa y Di María, a contrabanda, parecían a veces otros jueces de
línea mirando el partido. Özil no aparece mucho, pero el caso es que luego
llega el descanso y al enfocarle el cámara el tío sale sudando la gota gorda.
¿Dónde se mete Özil? Pareciera que corriese en contradirección, huyendo siempre
de la pelota por orden táctica para generar espacio, desconcierto y esa
sensación tan cara de la movilidad.
Modric comenzaba hoy su acción organizativa desde atrás. Es
un futbolista animoso, optimista, que parece que da un respingo siempre al
coger la pelota. Su fútbol es binario: finta y pase, regate y pase y parece un
tiquitaca solitario y feliz, nada dogmático. Essien me recordó un poco los
tiempos de Flavio y Makelele, ese logro de Del Bosque, cuando el mediocampo del
Madrid eran apenas tropismos.
Y como cae un níspero, mezcla de sazón y gravedad, pero sin
ningún ruido, llegó el gol del Madrid en un córner, un balón que quedó suelto y
remató Higuaín. Luego el segundo, una acción de Di María que primero intentó el
pase exterior, después lo que en el recreo llamábamos un trallazo y finalmente
el remate colocado, varios suertes sucesivas de su zurda automática y cerebral.
Esta naturalidad de los goles del Madrid me hizo recordar el gol de Manuel Pablo, que esta semana marcó por primera vez en una
década. Los compañeros le abrazaban jubilosos como se abraza al amigo feo que
tras años de discoteca consigue finalmente llevarse a una de la mano.
En toda la primera parte hubo una única parada de Íker, de
fucsia chillón, color divertido, color culpable de beso de amante joven en la
camisa.
El partido a estas alturas era un bodrio notorio. Reducido
el antimadridismo a Madrid, estos partidos no tienen ya ni el aliciente del
rencor regional. Si hasta Movilla estuvo formalito. Movilla, pivote eterno,
siempre me ha parecido un jugador extraño con aires de jugador aficionado. Me
lo imagino siempre gritando “¡mucho!¡mucho!” a los compañeros y creo que ha
tenido demasiado muslo para realizar el
fútbol fino que él pretendía.
Y por si el bodrio fuera menudo, de comentarista estaba
Sarabia, que nos hace desear a gritos a Manolo Sanchís. Sarabia, que al Madrid
no le toca nada, no se sabe si está ahí estratégicamente colocado para ir
aletargando al madridismo o por ser el único que con su hablar pausadísimo puede
estar a la altura de estos partidos domésticos de tanta lentitud. Como si nadie
pudiese hablar tan lento como rueda la pelota, porque Sarabia pronuncia las
frases dejando a su mitad una cesura de hastío y parece que el locutor le tiene
que dar un puntapié para que se anime a terminar. Sarabía, ahora comprendemos a
Clemente, es un gran cansado.
En el descanso, el realizador, habiendo setenta mil tíos (¡y tías!)
en el estadio, optaba misteriosamente por alargar plano sobre
un tipo con la cara que debía de tener Sánchez Arminio cuando estaba en la
mili.
La segunda parte la resumiré así: el fútbol moderno tiene
la perversión del dominio zonal y prohíbe el contragolpe. El Madrid, ganando
dos a cero al Zaragoza, no puede con naturalidad irse atrás y esperar la contra,
sino que tiene que ensayar una dominación porque es dogma que nada debe
cambiar.
El locutor recordaba durante el partido una frase de
Relaño: el fútbol es cosa de momentos, que es prima hermana de la otra: el
fútbol es un estado de ánimo, pero contradictoriamente se trata de imponer
sobre la psicología del futbolista, que ya de por sí no es la de un opositor a
notarías, el tostón del debe-ser táctico, y así, el jugador cansado, satisfecho
y desmotivado tiene que seguir como si nada hubiese pasado. El contragolpe, que
es alternar el rol y hacer surgir el espacio, que es de nuevo alegría, correteo
y vislumbre del gol se convierte en tabú derechista, en defensivismo de equipo
pequeño.
Esto de atacar igual cuando se gana 4-0 es como tener que
hacerle la corte a la mujer tras veinte años de matrimonio. Esto es
descabellado y así pasa lo que pasa: un equipo que quiere mandar y no puede y
otro que no quiere y le obligan.
Y así, al final, en la única contra de la segunda parte
llegó el gol de Essien.
En el Zaragoza había entrado un jugador Romaric, que es
como Romario en croata, pero que llamándose Romaric seguía siendo negro.
Me gustaron Montañés, un pequeño Overmars, extremo zurdo de
arranque diagonal, y Abraham, que hizo despertar en Sarabia inusitadas
exclamaciones. Luego entró Aranda, canterano al que el estadio prefirió ignorar.
Al final, antes del cuarto gol de Modric, había entrado
Nacho. El muchacho, hermoso muchacho, recibió una ovación sin causa y muy
voluntarioso encimó al rival como el toro al picador (¡canterano saliendo de
Toril!).
Pitó el árbitro con amplitud de pecho arbitral y el cuatro
a cero se hizo quiniela; los jugadores salían flechados hacia su noche de
presentadoras, modelos, aspirantas y suripantas y Sarabia se quedaba solo
enredándose en la cosa de la pegada, la fácil guantá que sin mérito ni virtud el
Madrid le pega al rival convertido en mosca. Y dejaba una perla inolvidable que
era Boskov contándonos un cuento:
-El Madrid es el Madrid y el partido se ha acabado.
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