ESPAÑA, 1; FRANCIA, 1. MI VERDAD (RESEÑA URGENTE)
EL partido era
la noche del estreno de la doble nacionalidad de Iniesta, que horas antes había
confesado sentirse catalán y español. Iniesta pasaba así a ser el nuevo Luis Ocaña,
un señor que emigró a Francia y al que no se le perdonaba ni el acento ni la querencia esquiva
de gabacho.
Sonaban las
primeras notas de La Marsellesa, uno de los himnos del racionalismo y parte del
respetable silbaba con gran coherencia. Me imagino que el del láser apuntaría
enfurecido sobre la bandera tricolor porque el del láser, el quemacórneas del
láser, es un odiador español químicamente puro. Otros, de afrancesamiento
imposible, escuchábamos con envidia, culpabilidad y cierto dolor, como cuando
se escucha la melodía compartida con un antiguo amor. A mitad de la Marsellesa
uno siempre se tiene que reprender a sí mismo el ardor. El triste bar era el
bar de Rick y las letras, la luz, el amor, la repostería y la lencería fina
estaban gritándome, orgullosas, una sublevación.
Luego sonaba el
himno español, la marcha hacia no sé sabe dónde y al concluir Wert miraba al
Rey buscando una afirmación, pero el Rey miraba al infinito, como Xavi. Los
jugadores españoles escuchan el himno con cara de Sanchez Camachos, con un
hieratismo perfecto. Realizan un ejercicio oriental de vaciado de conciencia
para que en el rostro no tiemble cuerda alguna. Pasa la cámara ante ellos y el
careto es plástico, máscara, una Nada enorme y en la cabeza deben de estar
diciéndose lo que todos para postergar
el orgasmo:
-No pienses en
esto, no pienses en esto, no pienses en esto…
Del Bosque
aparecía con terno guardiolístico y Deschamps italianaba Francia con su
aprendido rigor turinés. Didier, magnífico centrocampista, bajito y alcalino,
con esa cara de cocinero que se le pone a todos los franceses…
Francia es una
Juve, con jugadores fuertes, rápidos y jóvenes y dos genios fríos y raros,
Ribery y Benzemá, que está mayúsculo. Francia siempre ha dado jugadores así,
poco sanguíneos, temperamentalmente incomprensibles para nosotros. España retornaba a la fórmula del falso nueve, algo que a mí
me espanta porque me recuerda tiempos de pobreza en que se jugaba así cuando verdaderamente no había nada que pudiéramos llamar nueve, como tampoco había
sprinters o supermodelos.
El nueve en
realidad fue Ramos, que metió un gol de oportunismo. Era el único jugador en el
campo con el brillo muscular propio del delantero centro y al celebrar el gol
inició unas piruetas africanas. Todos pudimos comprender entonces a Pilar Rubio.
El partido era tiquitaca
en Madrid, así que ambientalmente no era lo mismo. El pasto del Calderón era
alto, sudamericano, y el fútbol de la selección salía abusivo pero sucio, cansino
como estrofa de cantautor. Un 75% de posesión sin mucho resultado. En Madrid,
el tiquitaca se hace un poco latinoché.
Chutó Benzema,
Íker hizo una sola parada y el público estalló absurdamente gritando su nombre,
como si gritaran su propia Independencia. Luego encajó un gol mal anulado y
España, con justicia, se falló un penalti.
Víctor
Fernández, mayor ya y por mayor pedregosamente maño, no lo veía claro:
-España tiene
que maloudar, tiene que maloudar…
Se lesionó
Silva y salió Cazorla, así que sin nueves, con Iniesta flojito, con Xavi ya
mayor, sin Silva, España empezaba a parecerse a lo que fue siempre: una
mediocridad física que realiza un fútbol confuso, abierto y expositivo al que
se sobrepuso Francia fácilmente. Del Bosque es el hombre al que mejor se le
mueren los equipos y ayer comenzó a vislumbrarse la decadencia. Su gran aportación
al grupo, Juanfran, cometió un error lamentable que deparó el empate francés en
el descuento.
España, con Del
Bosque, lleva todo el camino de volver a ser la España de siempre, la de Muñoz,
la de Miera, pues Del Bosque es un Miera
con suerte. Esa España que tenía de falso nueve a Manolo, que era un ariete de
Extremadura y salía a batallar centrales con melancolía de conquistador
imposible. Un equipo físicamente pobre que trataba de jugar algo confusamente
sudamericano en Europa, como si once tíos hubieran estado en Brasil y quisieran
remedar lo que vieron sin talento, físico ni alegría alguna.
Yo vi ayer esa
España de siempre. La que siendo colorá no era la Roja, la que sólo llenaba el
Villamarín y entretenía los debates de cuatro irredentos. Una España de
aficionado de bar, del que estando solo en el bar no tenía más remedio que
tragarse el bodrio, acomplejada, imposible, decepcionante, que tanto he echado
de menos. La selección de siempre, por fin.
Del Bosque es
un gestor de inercias, es decir, uno que mira. Si Villa está cascado, si Torres
cada vez que inicia una carrera acaba en el suelo con esa sensación de estar
patinando que deja siempre, si Xavi se va a dedicar a fer país y si Iniesta falla
España es Cazorla.
Disfrutando
vergonzosamente de este fatalismo me enteré de que Arbeloa, nihilismo
balompédico absoluto, estaba lesionado. Mou y el Madrid se enfrentan a algo
gozoso y revolucionario: un mes sin laterales. Eso es una belleza y demostrará
que el lateral es el invento de los entrenadores, una cosa inútil, protésica y que
la austeridad futbolera podría pasar –lo veremos estos días- por suprimir los
laterales, que son un lujo táctico, las diputaciones del balón, volviendo a los
tres centrales.
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