LOS FLEQUILLOSOS
Me los imagino como una nueva tribu
urbana, con la oscura ligazón de los masones, pero sin pretensiones de
conspiración. Secretos, huidizos. Con la discreción celosa de los swingers. Un
poquito hartos de ser la rechifla. Quedan de noche en salones refinados o en la
trastienda de algunos establecimientos para ser ellos mismos. Prefieren, antes
que nada, las viejas barberías de barrio, las que aún quedan, y allí van como a
santuarios en los que se afeitaba con navaja macha entre tacos y un fuerte
olor a loción. En esas barberías había un rito de iniciación a la masculinidad,
el consejo varonil que nos daban mientras un metal frío nos rozaba la nuca.
Esas barberías se decoraban con fotos de modelos californianos que tenían unos
pelos sanísimos y exageradamente vigorosos. Era una frondosidad capilar gay,
era San Francisco en el barrio. Americanos rubios con flequillos que parecían
campos de trigo. Italianos con melena de azote como el cantante del grupo ese,
Platón. Algo nos turbaba en esas cabelleras, porque luego el barbero era un
señor hirsuto, pero entendiamos que eran las fotos que había que poner en el
local. Esos modelos anónimos eran la lejana inspiración del peluquero y a todos nos
modelaron el perfil con ellos. En sus clubs restringidos ellos también las cuelgan,
como homenaje, y hay todo un mercado negro para esos viejos posters, como si
fueran fotos sepia firmadas por Clark Gable. Allí, en esos lugares, con el
secretismo del que va a cambiar pareja, quedan ellos para arrejuntarse, porque
hay un asociacionismo para todo. Son los flequillosos, los hombres injertados. Se
rodean de retratos con los grandes flequillos de la historia y se cuentan sus injertos
y comparan sus pelazos y hacen terapia grupal para el que aún despierta de
madrugada con la pesadilla de seguir siendo calvo. Terapeutas que pagan a escote
les enseñan a dejar de pensar como calvos. Se elogian los flequillos, se miman
los bulbos y se peinan unos a otros como se peinan las amigas. Libremente atusan
su cabello, se demoran en el espejo, aplican geles fortificantes y pimplan
cócteles con levadura de cerveza, que para el pelo es buenísima. Proyectan,
extasiados, todos los anuncios de H&S entre ohs de admiración y algunos,
los más atrapados en la filia, comienzan a introducirse en la imitación del
hombre de Grecian 2000, que es, verdaderamente, rizar el rizo y lo más: ser un
injertado con canas. Eso es el colmo de la neopilosidad. ¿Irán allí Bono e
Hilario Pino? No lo sé, y si lo supiera no lo diría. Son los más conocidos,
pero no son los únicos. Ciertos hombres no asumen jamás la calvicie y el
peluquín no es una salida, porque ya lo lleva el Dioni y siempre hay un
gracioso que se lo lleva corriendo en los platós. Estos hombres tampoco quieren
el medio pelo, la medianía. Aspiran a la plenitud del pelazo, al flequillo
lacio de Justin Bieber. Quieren poder peinarse la mata, y el gesto coqueto de
recogerse lo que les cuelga y no les importa parecerse a Tachuela, el mítico secundario que fuera el flequillo en las películas de Marisol. ¿No era
Tachuela un eterno niño marisolizado al soplar su flequillo? El pelo no solo
da virilidad, tambien regala juventud, alisa las facciones, borra el tiempo. Ayer, Bono miraba a Losada con ojillos de chaval e Hilario Pino
habla risueño al teleprompter. La nueva pilosidad tiene algo rejuvenecedor
que es milagroso. A nivel subconsciente, sí, quizá responda a la violencia
social y dalila de la mujer, pero hay algo más, debe de haber algo más, porque
hasta Berlusconi, ahíto de velinas, potente y crooner, repobló su azotea: la
muerte entra por las entradas, y aún más, se ve en las manchas cutáneas de la
calva, que son como las sombras de la luna de nuestra vejez. El injerto será, pues, negar
la calavera.
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