viernes, 14 de octubre de 2011

EL HUEVO


Hoy es el día mundial del huevo. El calendario de días mundiales parece un santoral alternativo pensado para que los periodistas tengan de qué hablar.
Toda la reflexión posible sobre el huevo la hicieron los griegos, luego se hizo gastronomía, porque pensar el huevo, como en la fábula de Iriarte, nos lleva a la cuestión de la gallina.
Hay huevo porque hay gallina. Y viceversa, y llegados ahí el pensamiento humano demuestra su flaqueza.
A los ovíparos y sus huevo se les tiene un poco de respeto, porque parecen la forma primera de reproducción, los mamíferos miramos con horror los huevos, que son el intermedio enigmático entre la madre y la cría. Una forma primitiva de concepción. Todo huevo en el campo, de niños, nos parecía un milagro perteneciente a Dios y era pecado tocarlo. Todo huevo es un huevo de dinosaurio, de cuando el mundo era ya sin estar nosotros. Todo huevo nos preexiste.

Pero en España el huevo es fundamentalmente gastronómico. No lo damos en Pascua, ni lo pintamos -qué horror de niño cuando me invitaron a pasar el pincel por la cáscara-, ni nuestras reinas han tenido la suntuosidad del huevo enjoyado de las zarinas. No hay humpty dumpty en nuestro humor. Para nosotros pensar en el huevo ha sido pensar en la gallina. Hay culturas más mamíferas que otras y nosotros no nos hemos parado demasiado a observar la esferidad del huevo y a escuchar su silencio cósmico. En España la cuestión del huevo ha remitido siempre a la gallina y el huevo muy rápidamente se ha llevado a la sartén, como en la vieja velazqueña.

Sender pensó la metamorfosis de la mujer en gallina. El absurdo kafkiano y judío en España tiene por protagonista a la gallina, porque sabemos demasiado bien lo que de gallinácea tiene la vida del hombre: el vuelo bajo, la sociedad del corral, la hegemonía bronca del gallo, el alba rota, y la obligación del huevo, ese huevo que mientras lo pongamos es garantía de supervivencia. La metamorfosis del horror absurdo en España es la de la gallina y a la mujer madura se le estima por su caldo gallináceo. España es el barroquismo de la gallina.

El carácter del hombre es gallináceo, por mucho que se afecte el halcon. Ni se es gavilán ni se es paloma, se es gallina, porque estamos obligados a poner el huevo diario.
La puesta del huevo, con su incubación, es una de las crueldades más cómicas de la naturaleza y la deposición del huevo es siempre un esfuerzo y un vejatorio agachamiento.
No nos engañemos con las estampas neoclásicas del pensador de Rodin, qe tratan de estilizar al hombre falsamente. ¡Pensar es poner el huevo! ¡Es agacharse y no tocarse la sien como un atleta!
Pero el huevo tiene su profundidad si lo separamos de la gallina. El huevo es la metáfora del origen del mundo, el primer big bang. Los griegos hicieron nacer a Eros de un huevo, para que luego él, desencadenado, moviera los elementos. Eros naciendo del huevo, como un stripper de una tarta. Hasta que la explicación del mundo se sofisticó, el huevo fue la primera causa, y antes del huevo había una forma de oscuridad impensable. Aún hoy, ¿qué hay antes del huevo? ¿En qué hemos avanzado? El huevo es lo primero antes de lo impensable. Cosmogonía primera. Unidad filosófica básica. El pensamiento es como ese soltero que llega a casa y se encuentra el triste argumento del huevo en la nevera.
De no haber sido Hamlet un joven traumatizado, Shakespeare le hubiera puesto un huevo en la mano, en lugar de su calavera.

Mi abuelo vivió su vida entera comiendo un huevo frito cada noche. El huevo, solar, con su rotundo simbolismo que los cocineros debieran respetar -la cocina elaborada respeta el huevo frito como una forma sacra, por lo que tiene de antropología y de genialidad-, ofrecía su yema originaria, sobre la que el mendrugo de pan caía como un estoque. Cada ruptura de la yema, del sol perfecto del huevo aureolado, era un mojar el pincel en la tinta primera, en la paleta primigenia. Cada ruptura de la yema, a la hora de la cena, era un crepúsculo que divertido reproducía mi abuelo.  



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