Ya se habló en otro
lugar del opiáceo fútbol culé dirigido ideológicamente y absurdamente al
no-chut, la mecanización cartesiana de la jugada en orgía de tiquitaca hasta la
red, sin la mediación del remate o chut, o alguna de esas formas de ejecución,
palabra asustante y fuera de los tiempos.
Los acontecimientos,
que me siguen como un perrillo fiel, están llegando ya a ese punto hilarante y
así, el afamado novelista Torres, gloria de las letras argentinas, ya lo
evidenció en uno de sus funestos tuits:
“Este Barça demuestra que cuando las jugadas se construyen
de un modo adecuado no hacen falta especialistas del área para acabarlas.”
Se refería más bien
aquí el fabulador a la figura ya sospechosa del delantero, pero le permite a
uno ir anticipando la final impugnación: aquello que hace el delantero: el
testarazo violento, el chutazo inapelable. Darle fuerte a la pelota, vamos.
Creo yo, y así empiezo a vislumbrarlo en los prosistas orgánicos del balompié
nacional, que lo que está en discusión es la patada. La patada del defensa,
obviamente, pero también la patada simple, obtusa, del delantero clásico, del
chutador.
El fútbol,
afrontémoslo, quiere prescindir de la patada.
Se ha criminalizado
a Pepe, atrabiliario central, vive dios, por intentar, sin conseguirlo, la
patada brutal de todos los defensas del mundo. La patada fracturante y sonora.
¿Se ha jugado alguna
vez al fútbol sin dar patadas? El fútbol la tiene por movimiento fundamental,
por idioma primero. Es el paso de baile del futbolista, su plié, su arabesco.
El futbolista es futbolista y no ingeniero porque da patadas.
Es la
antropormofización, palabro, de la coz del pollino. Es muda, no discursiva y es
expeditiva y tiene una terquedad rural que hace que los señoritos finos de
Barcelona la vean con desagrado, con todos sus melindres urbanitas.
La alegría juvenil
adopta forma de patada.¡quién no le ha dado alguna vez una patada jubilosa a un
canto rodado! ¡Quién que no sea árbitro no ha puesto toda su energía y
felicidad de chico en ese puntapie! Si aún hoy, adultos, aprovechamos las horas
ebrias de la madrugada, cuando nadie nos ve, para liarnos a patadas con todo lo
que encontramos.
Dar patadas es una
forma de ser y por eso los muchachos discuten sus primeras pendencias a patadas.
Cómo si no.
Al ponernos el
pantalón corto, cuando no nos ve la novia o la mujer, ensayamos patadas
elegantes, inglesas, ante el espejo.
Ay, si yo pudiera
resolver las cosas a patadas, acabar ese expediente con una patada o darle una
patada a la sandía sugerente del mercadona, redonda, a veces como una nalga,
otras como una pelota de reglamento. Si mi ánimo es exclusivamente penetrativo
o exclusivamente pateador, si no hay más en mi virilidad española.
No reparamos lo
suficiente en que el fútbol es lo que es porque no necesita de la mano prensil,
pudiendo ser balón de oro sin pulgares. El humano más animal, el humano más
primario, el homínido apenas ya puede patear y es apto para el juego con sólo
ser capaz de memorizar la complejidad cabalística del 4-4-2, con su cosa áurea,
leonardiana.
Darle al balón con
fuerza es aventurarlo y es entablar una relación directa con él, por eso el que
patea no mira de reojo, sino que pone mirada de minotauro. Nadie que patee mira
al tendido. Patear es enfurecerse.
Ya patean muy pocos.
Lo hace el portero irresponsable, que la rifa, lo hace el defensa agobiado,
dándole el pelotazo en las narices al peñista de Burgos; se le permite aún al
delantero monomaniático y al centrocampista chutador, un poco lince ya, un poco
declinante ya con la moda del llegador.
El único ¡oh!de
sorpresa del público se escucha tras la patada, lo demás es resabio y cinismo.
Sólo el vuelo libre de la pelota genera la expectación infantil de los señores
del puro.
La patada es la
impulsión que el homínido le da al astro, animal perdido jugando a ordenar
el cosmos.
La patada es animal,
poco premeditada, enérgica, vital, y aventurera. Es un salto al vacío y el
inicio del baile infantil de billy elliot.
Si no se puede
patear en el campo de fútbol,¿qué alegría primitiva nos quieren robar?
Hay que recuperar el
tono admirativo con el que los niños se refieren al ‘patadón’ en el patio de
colegio, como cosa grande, de mozalbete ya, de cierta bravura hormonal.
El lenguaje, más
sabio que los hombres, se ha fijado en la patada. Se dice a veces ‘das una patada
en Andalucía y te salen cien artistas’ y la patada es ya una forma de
interrogación geológica, es un descubrimiento. Parados en el terruño, la
emprendemos a patadas y aquél nos da su naturaleza, su tipo humano conseguido.
¡Patada zahorí! ¡Labrar el terreno a patadas!
¿Pero no le damos
alguna vez una patada amistosa en el trasero a la persona a la que queremos
animar a la acción? ¿No es la patada acción humana y amistosa de propiciación?
Hay que recuperar,
hay que luchar por el clasicismo del fúbol, por esos tópicos que nos
desesperaban pero que eran la ciencia del deporte y del domingo y que los
comentaristas eruditos nos están robando. Hemos de volver incluso a esa
definición antifutbolera de los “veintidós tíos en calzoncillos dándole patadas
a un balón”. ¡En esa frase había mucho amor al fútbol! De esa definición genial
extrajeron las mujeres el único interés posible: la pierna del futbolista, esa
pierna de sansón, torneada, musculada como jamás podrá muscular el cachitas
desesperado en los gimnasios con luz de carnicería, realizando infinitamente el
ejercicio cómico de los gemelos, ese precipicio de un palmo en que los cachitas
se juegan el tipo, como suicidas irrisorios. ¿Cómo conseguir esa pierna que
atraía a las señoras? ¡Con la patada! Ahora los futbolistas tienen cabeza
despejada, de catedrático y hablan idiomas y tienen abdominales, pero no, los
futbolistas, como las coristas, lo que tienen que tener es pierna, pierna.
Pensemos, porque
creo que no se ha pensado lo suficiente en España, que al dar una patada el objeto
pateado emprende un vuelo, una trayectoria, y con esa trayectoria se le está
dando razón de ser, hermosa razón poética de ser, propulsión de lucero que
tiene todo por esa patada directriz.
Patadas hay pocas. La
del delantero, buscando el gol, la del despeje o rifa aérea que lanza el balón
al aire, con trayectoria de cohete, bajando desparramado como un fuego de
artificio, pero preñado de azar, de misterio, y, finalmente, la patada del defensa,
que siempre es la frustración de quien sin poder chutar necesita algo de carne
que llevarse a la bota.
Rifarse la pelota,
se ha dicho despectivamente… lanzarla enérgicamente a los cielos, suspender el
tiempo un instante y verla descender, ya bañada de azar y de misterio, sin
dueño libre de nuevo. Ese misterio renovador del juego lo origina la patada.
Dirá Lillo
admirablemente que la patada acaba con el contexto (y ya sabemos que el
contexto lo es todo en el nuevo fútbol), y que por eso es de un solitarismo
venenoso, individualista, insolidaria, hasta triste, pero por lo anterior: ¿no
es un fresco reseteo, una búsqueda deliberada del azar? Patada demiurga, patada
creadora, como el perdón de todas las pifias de os futbolistas, como la
reinserción de todos sus propósitos de tuercebotas.
Los del rugby –que es
el deporte de los nuevos liberales españoles, el deporte de la nueva derecha a
la que le está robando el fútbol Barcelona, refugio ya de algún madridista,
mourinhizado hasta tal extremo- saben todo esto y tienen esa expresión de la “patada
a seguir”, porque la ven como una vanguardia y conocen su cariz germinativo,
optimista. Por eso los del rugby han sabido darle a la patada la solemnidad
debida, y lanzan esos largos penaltis para gigantes que creo que llaman
ensayos.
Porque… digo yo,
para qué nos ha dado Dios la forma redondeada del empeine, además de para que
la luciese Soraya en ese reportaje de erotismo un poco podológico, si no es
para que otra redondez similar se le acoplase. Y si habiendo intentado utilizar
esa redondez del empeine en todas las múltiples redondeces femeninas, si
después de haber intentado los más diversos frotamientos no hubiera sido
posible darle a ese empeine un uso erótico convincente, ¿qué puede haber que
mejor le venga que la esfericidad de la pelota?
Y seguiría uno así,
mucho tiempo, defendiendo la patada de sus civilizados y funerales detractores.
Un fútbol sin patadas, piden, y es como pedir un mundo sin puntapiés e imagina
uno a ese chiquillo que sale del colegio como de toriles, en volandas la
cartera, que ante el bote colorado y propicio de la cocacola, ese que le pone
la tarde para entrar en ella, no le pegase el puntapié, no, sino que decidiese,
juicioso y definitivamente amansado, darla suavemente al compañero, para
iniciar el primer e inacabable rondo de sus vidas.
Parece que expone usted argumentos a patadas. Bonita tipografía. (¿O debería adjetivar tiquitaquera?)
ResponderEliminar"Mirada de minotauro..." un placer leerte, hughes.
ResponderEliminarBarroco y admirable.
ResponderEliminar¿Argumentos?
ResponderEliminarUn tipo con una zambomba toca música, una filarmónica también.
Un pintor de paredes pinta, Antonio López también pinta.
Mucha demagogia y retórica para justificar... ¿El qué? ¿Las patadas?
No, ignorante, no entiendes nada.
ResponderEliminarHay gente a la que le gusta tocar y escuchar la zambomba, hay gente que adora la pintura plástica y detesta a Antonio López.
Lo demás es tratar de homogeneizar a todo el mundo bajo los mismos gustos. Lo demás es manipulación para que a las masas les guste lo que a nosotros nos gusta. Lo demás es odio y desprecio al que no piensa como nosotros, al que no le gustan las mismas cosas que a nosotros.
Igualito que haces tú.
Ramón.