sábado, 9 de junio de 2012





RUSIA 4-CHECOSLOVAQUIA 1. MI VERDAD



Ayer comenzó la Eurocopa. No vi el primer partido, pero el segundo me pilló esperando en la barra de una taberna, la Taberna Che para más señas, que es una de las pocas que resisten en Valencia el embate de las franquicias. Fotos taurinas, motivos regionales e incluso un breve santuario dedicado al Levante, que es algo poco habitual en el centro. En la barra, yo esperaba alargando una caña frente a un tirador de cerveza enorme y metálico con la forma de las Torres de Serrano, de la mítica marca de cerveza Turia, que es una de los vestigios del entrepeneur valenciano de antes, ya pura materia sentimental. Cualquier cosa diseñanada hace décadas nos parece Bauhaus, pero ese tirador era como un mausoleo cervecero.

¿Cuánto vale y quién rentabiliza el poder económico de una marca extinta? Es un fonde de negocio que se convierte en arte y nostalgia.

En el bar faltaba Rosita Amores, con su escote articulado y quizás una foto del Titi. Existe sin embargo un bar así. Está situado en la zona de Cánovas y en sus paredes rinde homenaje al artisteo valenciano del franquismo. Reina allí la copla, la canción melódica  y los viejos tiempos de Ruzafa siguen presentes en una galería de retratos con enormes tetas, tupés a lo Escobar, entre castizos y americanos, y mucho caracolillo relamido, como una corchea estampada en la frente. El establecimiento lleva tiempo anunciando su liquidación y sus retratos tienen un resonante misterio, mayor que el de  las desvaídas estrellas que la Mostra acuñara en el Paseo Marítimo, rutilantes recuerdos de un star system menos misterioso.

Irse de Valencia, vistas así las cosas, será un esfuerzo por recuperar algún tipo de memoria, pues se trata de una ciudad devastada por la inanidad.



En la barra contemplaba yo las evoluciones del Rusia-Checoslovaquia, instado por la necesidad de conversación del dueño de bar. Tardé un cuarto de hora en saber quiénes eran los rusos.

Rusia vapuleó a los checos con un gran poder de resolución. Payluchenko -la misma cara de otras eurocopas- y su pareja en ataque eran como jugadores de balonmano, altos, anchos y dueños de un latigazo que llegaba a la red con mucha violencia. Estos rusos parecía que llegaban con una cuenta pendiente continental, como muy en serio.

Contragolpes conmocionantes me parecieron los suyos y sus celebraciones demasiado carentes de sonrisa. Gritaban enrabietados, con su melancolía nihilista. En la grada, las monumentales rusas iban acompañadas por sus maridos, ataviados con camisetas de marineritos.

En ese atuendo no sé si estaba la minoría de edad política, la ironía eslava o el amenazador recuerdo de la posibilidad de una movilización inminente y putinesca, pero así vestidos, los rusos dulcificaban el recuerdo del careto de ruso potentado y petrolero y nos enseñaban quizás el humor de allí, aunque el humor de aquí no necesitara muchos apoyos:

-Esa rusa está potenkim.

Czech, desorejado, recogía uno por uno los balones con su chichonera de haber salido del dentista. Esa chichonera suya, con hielo, podría patentarse como un remedio contra la resaca.

Rusia entraba bien por la izquierda con el lateral Zhirkov y poco más. Cada vez más, los laterales son argumento ofensivo, algo que dice mucho de la pobreza del fútbol actual. El ataque es como un proceso geológico de formación de espacios para que aparezca, sorprendente y muy incisivo, el lateral atropellado a decir algo sobre el gol. La consolidación del carrilero quizás sea el hecho más importante que nos haya sido dado a ver a nuestra generación.

El fútbol era un coñazo espiritualizado a veces por Arshavin, al que parece que siempre le acaban de abofetear por una cuestión de honor -¿o será más bien un rubor adolescente, como una culpa original que a él no le remite?-

El otro camerero, uruguasho, me informaba del calendario deportivo por venir: ya hay deportes hasta el inicio de la liga.

Reconfortado, como si me hubiesen dado una moratoria crucial, solicité otra cerveza. Al lado de la caja registradora había otro motivo de nostalgia. Una máquina antigua con las pesetas y sus céntimos bien labrados en cobre. Entre la abigarrada memorabilia, esa caja registradora de los tiempos de maricastaña, metálica y robusta, gritaba cosas que mi pobre inteligencia sólo podía presentir.

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