EL JUANCARLISMO ERA
ESTO
Es conocida la
frase: Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son de un
modo diferente. Quizás la demencia cinegética y la disgregación cosmopolita sean
la forma borbónica de la infelicidad familiar, algo, por otra parte, tan
normal. El español no era tanto juancarlista como familiero y ha sido fallar al
nieto y darle la espalda el pueblo, y quizás haya faltado piedad para entender
que no se estaba tanto ante una crisis de la institución, como ante la crisis
de un orden familiar.
El rey es cazador y
no caza dinosaurios porque no quedan. Me imagino los safaris de nuestro rey
tapioca como algo entre El Cazador de Cimino y Mogambo o Hatari, con algo de
cinemascope. O El hombre que pudo reinar, pero que además reina. Quizás un poco
como en Tropic Thunder, con hilaridad vietnamita y metálica tras las bestias.
La caza es el dandismo final del rey, rey acotado, que tiene su desfogamiento
en el absolutismo de la selva, cazando piezas, como cerrando el círculo con la
llamada de la sangre, pues el origén borbón (borbón, ahora, suena a borbotón)
está en los Capetos, que eran unos señores franceses remotamente carniceros. El
rey está dando piezas al despedazamiento capeto, como preso de un atavismo.
¿Queremos que el rey
represente a un Estado o que represente a su época? El rey, monarca auditado,
es la soledad del símbolo, sin corte ni boato, sin familia, sin poderes, pero
con yernos y una prensa que ahora le sale con la austeridad, como aspirando a
una monarquía nórdica, sindicalizada, blanca y de trineo.
La selva es el
palacio de Don Juan Carlos, harto de versallismos y el elefante, con su trompa
depuesta, era su moby dick, su ballena blanca.
El pueblo español
quiere una monarquía representativa, es decir, que la monarquía represente a su
tiempo, como un avatar de las costumbres. España no se pone de acuerdo en qué significa
una monarquía y quiere que la familia real sea una familia de teleserie, que
los Borbones sean La tribu de los Brady y Don Juan Carlos un Emilio Aragón
beatífico y ejemplar que desayune con su prole rubia.
De algún modo, los cuñados, los yernos reales, han introducido la desconfianza humana intrínseca en el cuñado. Han cuñadizado a Su Majestad, al que le vemos lo que tiene de cuñado posible.
La monarquía se
quiere nuevo funcionariado, una monarquía que ayer fuera dialogante y hoy
austera, cada vez más cerca de su figura en cera, como un muñeco al que se saca
de paseo, y se le vuelve a meter para que entre medias dé hijos y nietos y
fotos perfectas para el Hola, el Gotha eterno y la composición mental del
español.
El rey, en el
próximo desfile, nos va a parecer más rey, más gallardo ante el paso de las
tropas. Le hemos visto como un mercenario temible ante un elefante mustio. Rey
bizarro y bizarre. Que se vayan
retirando los falsos juancarlistas y queden
los últimos monárquicos, los que no se espantan de un fin de saga en la savana.
De algún modo, se ha
roto el ensueño familiar de la monarquía, surgiendo algo más personal. Una
monarquía verdaderamente individualista, solitaria; el verdadero juancarlismo. La
majestad del símbolo en el trueno final de la edad.
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