martes, 29 de noviembre de 2011




TOTUS NOOS


La crónica regia habla siempre de la dificultad de ser Borbón, pero lo difícil es ser consorte. Ser nuera o ser cuñado en el patio de vecinos de España. Urdangarín fue la salida no castiza que eligió la Infanta Cristina, un príncipe eusquérico que al principio nos acomplejaba un poco por la vocálica opulencia de su apellido, que luego nos empezaría a sonar taimado y oriental. Doña Cristina se enamoró terneramente e Iñaki, quizás en silenciosa y natural competición de cuñados, daba descendencia rubia a los Borbones mientras Marichalar enamoraba a los heterodoxos. De Urdangarín no hablaba nadie, salvo Pilar Eyre en sus crónicas egipcias que son un flash breve del fotocol discreto de lo barcelonés.


Pero Iñaki, no nos lo neguemos, no queramos ser más tontos de lo que ya somos, no fue jamás yerno de España, Iñaki fue el maromo articulado de doña Cristina, con el que hacía de rabiar a su hermana, la del mohín congelado en el rostro. Urdangarín, por de pronto, jugaba al balonmano, que es un deporte ambiguo y sospechoso, porque prohibe el estímulo atávico de la patada y el aéreo y elevador del baloncesto, que va como de arrancar lunas. Tan raro es el balonmano que siendo deporte de equipo aún no sabemos bien si es masculino o femenino. Es un deporte, digamos, indefinido. Urdangarín jugaba al balonmano y entre zurriagazo y zurriagzao maquinaba y ya era un rubio encanecido, como si a la idealidad apolínea le salieran asomos de cavilaciones excesivas o de envejecimientos inexplicables.



Tras colgar la muñequera, Urdangarín siguió en la cosa del deporte, en el olimpismo, que ahora mismo es como meterse en una masonería. Tras la dieta del deportista, la dieta a justificar del olimpismo, en el montecarlo de los federativos. Fundó una empresa, Noos, que -todo ello según la prensa- se habría dedicado a la falsificación de facturas, entre otros menesteres de la consultoría, como adaptando el totus tuus papal al legítimo prurito del conseguidor: totus noos. Este tinglado se ve que también falsificaba actas de organismos públicos que concedían la organización de fantasmales eventos deportivos, porque el deporte es como la bomba de humo del manilargo moderno.


Y piensa uno que más que la supuesta traición a lo Borbón, o al Barón de Coubertin, que ya se debe haber retorcido en su tumba más que un concursante del viejo tocata, lo que duele en lo de Urdanga es el manipuleo de la factura, que no es de primeras algo en que nos imginemos a alguien en palacio, pero es que la factura, don Iñaki, es cosa sería. La factura es lo único que le queda al español, es aquello a lo que se agarra, porque ahora no hay dinero, sólo tenemos facturas. Apretón entre manos, pacto civil, literatura realista y menestral, la factura ahora tiene resonancia milagrosa de billete de lotería y el español les reza y las observa como estampitas porque ¡ay lo que valdrán esas facturas cuando la Merkel afloje la mosca! Las facturas son lo que recibimos por correo cuando se acaban las cartas de amor y las reconocemos con grandeza adulta: hecho está, bienvenida sea la factura, con su geometría sencilla y su ordenada numeración. Las hojas del mundo moderno son las facturas, el diario del hombre corriente y no está bien lo de falsificarlo, es una pequeña canallada, la verdad.  



Vamos por la vida aceptando facturas con serenidad, si acaso con algún suspiro, como desengaños y las emitimos con justicia y con los labios apretados.


Habrán falsificado las facturas, pero consolémonos pensando que no tendrán su presentimiento, el papel de pétalo de los albaranes, esa cosa arábiga, volandera, casi traslúcida, que es como el manuscrito del poeta facturero en trance, con su garabato a lápiz.


Canallada suma al fontanero, escarnio de la pyme, cualquier cosa nos valiera, Urdanga, en este instante, menos faltarle el respeto a la factura, venirnos con la fantasia sin cuento de la factura inventada.


Todo esto dicho, claro, con la salvedad algo injusta, gacetera y prejuiciosa de lo presunto.

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