TOTUS NOOS
La crónica regia habla siempre de la
dificultad de ser Borbón, pero lo difícil es ser consorte. Ser nuera o ser
cuñado en el patio de vecinos de España. Urdangarín fue la salida no castiza
que eligió la Infanta Cristina, un príncipe eusquérico que al principio nos acomplejaba
un poco por la vocálica opulencia de su apellido, que luego nos empezaría a sonar
taimado y oriental. Doña Cristina se enamoró terneramente e Iñaki, quizás en
silenciosa y natural competición de cuñados, daba descendencia rubia a los
Borbones mientras Marichalar enamoraba a los heterodoxos. De Urdangarín no
hablaba nadie, salvo Pilar Eyre en sus crónicas egipcias que son un flash breve
del fotocol discreto de lo barcelonés.
Pero Iñaki, no nos lo neguemos, no
queramos ser más tontos de lo que ya somos, no fue jamás yerno de España, Iñaki
fue el maromo articulado de doña Cristina, con el que hacía de rabiar a su
hermana, la del mohín congelado en el rostro. Urdangarín, por de pronto, jugaba al
balonmano, que es un deporte ambiguo y sospechoso, porque prohibe el estímulo
atávico de la patada y el aéreo y elevador del baloncesto, que va como de
arrancar lunas. Tan raro es el balonmano que siendo deporte de equipo aún no
sabemos bien si es masculino o femenino. Es un deporte, digamos, indefinido.
Urdangarín jugaba al balonmano y entre zurriagazo y zurriagzao maquinaba y ya era
un rubio encanecido, como si a la idealidad apolínea le salieran asomos de
cavilaciones excesivas o de envejecimientos inexplicables.
Tras colgar la muñequera, Urdangarín
siguió en la cosa del deporte, en el olimpismo, que ahora mismo es como meterse
en una masonería. Tras la dieta del deportista, la dieta a justificar del
olimpismo, en el montecarlo de los federativos. Fundó una empresa, Noos, que
-todo ello según la prensa- se habría dedicado a la falsificación de facturas,
entre otros menesteres de la consultoría, como adaptando el totus tuus papal al
legítimo prurito del conseguidor: totus noos. Este tinglado se ve que también falsificaba
actas de organismos públicos que concedían la organización de fantasmales
eventos deportivos, porque el deporte es como la bomba de humo del manilargo moderno.
Y piensa uno que más que la supuesta traición
a lo Borbón, o al Barón de Coubertin, que ya se debe haber retorcido en su tumba más que un
concursante del viejo tocata, lo que duele en lo de Urdanga es el manipuleo de
la factura, que no es de primeras algo en que nos imginemos a alguien en
palacio, pero es que la factura, don Iñaki, es cosa sería. La factura es lo
único que le queda al español, es aquello a lo que se agarra, porque ahora no
hay dinero, sólo tenemos facturas. Apretón entre manos, pacto civil, literatura
realista y menestral, la factura ahora tiene resonancia milagrosa de billete de
lotería y el español les reza y las observa como estampitas porque ¡ay lo que
valdrán esas facturas cuando la Merkel afloje la mosca! Las facturas son lo que
recibimos por correo cuando se acaban las cartas de amor y las reconocemos con
grandeza adulta: hecho está, bienvenida sea la factura, con su geometría
sencilla y su ordenada numeración. Las hojas del mundo moderno son las
facturas, el diario del hombre corriente y no está bien lo de falsificarlo, es
una pequeña canallada, la verdad.
Vamos por la vida aceptando facturas con
serenidad, si acaso con algún suspiro, como desengaños y las emitimos con
justicia y con los labios apretados.
Habrán falsificado las facturas, pero consolémonos
pensando que no tendrán su presentimiento, el papel de pétalo de los albaranes,
esa cosa arábiga, volandera, casi traslúcida, que es como el manuscrito del
poeta facturero en trance, con su garabato a lápiz.
Canallada suma al fontanero, escarnio de
la pyme, cualquier cosa nos valiera, Urdanga, en este instante, menos faltarle
el respeto a la factura, venirnos con la fantasia sin cuento de la factura inventada.
Todo esto dicho, claro, con la salvedad algo injusta, gacetera y prejuiciosa de lo presunto.
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