LAS SEVILLANAS DE LA DUQUESA
Por
trabajar, ya ves tú, me he perdido la boda alba. He visto sólo la salida de la
pareja y las sevillanas de la duquesa. Ante el cuadro musical, siempre (¡así!) vestidos
como si fuesen a firmar unas escrituras, la duquesa se ha marcado unas
sevillanas quietistas, recogidas, muy zen. Sevillanas lentísimas, que de haber
recibido el debido compás musical quizás hubieran dado lugar a un nuevo estilo:
las sevillanas de la amanecida, sevillanas alba. Los miembros de la duquesa se
desperezaban y abrían al día como un lento capullo y al lado, el duque soporte,
extendía su mano en sobrio alarde flamenco y se quedaba en su sitio, parado
como un josé tomás. Sevillanas del jaleo imposible, de un patio sevillano
intemporal, con el chorro del surtidor congelado y la floración del naranjo
estallando celularmente como en los documentales de la dos. Sevillanas de ritmo
genial, sevillanas cool con su desplante final. Sevillanas en las que no se cogiera nunca la dichosa manzana. Ah, y aunque eran unas
sevillanas antipopulares, de bailarina intelectual, de fondo estaba el pópulo,
con ese señor con cara de Umberto Eco que es el figurante de todas las conexiones
del sálvame. Faltaba la duquesita, enferma de una varicela que se estuvo reservando desde niña para este momento. Ahora, la sociedad, súbdita también de los Alba, se hace una sola pregunta:
¿Se rascará Eugenia? Y la noche de bodas, que es el gran chiste del próximo
carnaval, queda para la guasa de los cachondos del país. Ya ha dicho Jabois que
Díez pedaleará delante de la luna de miel como el niño de ET y yo me permito
decir, viendo las sevillanas de gravedad lunar de la duquesa, que ese señor va
a ser un Armstrong, poniendo la bandera de España en un suelo desconocido,
romántico, atemorizador y débilmente humano. Sin Hermida que lo cante, claro,
salvo que quiera Quintero.
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