LOS PATIOS INTERIORES
Para Machado, archiconocida cita, la juventud eran recuerdos de un patio sevillano. Para tantos, sin poesía en la vida, la niñez fue jugar en el patio de luces. Los patios tienen una luz distinta. No me interesa de ellos su aire de drama, su novelería, pues todo patio es una trastienda, la cara b experimental del single de cada familia. Los patios tienen una luz blanqueada, cernida, como lavada por las sabanas de todo el vecindario. Luz de bodegón, luz crítica y terribilizadora que ilumina las despensas y los cuartos por hacer como prodigiosas naturalezas muertas. Luz de claraboya sin claraboya. Si nos asomamos a la calle y luego al patio interior son dos días distintos, es la introversión del día, el día abúlico que se queda en zapatillas y no sale al mundo. Hay una tremenda estupefacción en esos patios y la luz está sonorizada. Es una luz de transistor y una luz acelerada por el batir de huevos porque siempre hay una tortilla haciéndose en los patios y siempre hay música aunque no suene, porque en los tendederos vacíos las vecinas dejan compuesta su melodía. Esa luz es el logro involuntario y mayor de los arquitectos viles que han geometrizado la vida dejando siempre una habitación hexagonal que obliga a cambiar el sofá. ¿No hay una anunciación cuando se sale al patio, un esclarecimiento? En una ciudad sin verdaderos jardines, devastada por la ingeniería municipal, yo tengo mi jardín en el patio interior, en ese recogimiento de atrio donde mi paranoia descansa porque resulta natural sentirse observado. En los patios, en todos los patios, la luz española se hace holandesa y cada ama de casa espera su Vermeer.
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